lunes, 18 de marzo de 2013

VIDA DE SAN FRANCISCO


Espiritualidad de san francisco de Asis

Advertencia: No pretendo escribir una vida de san Francisco. Me limito a  hacer un resumen  y algunas acotaciones personales, con mi juicio,  teniendo en cuenta fundamentalmente la vida  san Francisco de Joergensen, al estar cronológicamente ordenada. La completo con vida de Celano, de San Buenaventura, las Florecillas, la de de Chesterton y la novelada de Kazantzakis. Todas ellas están competas en internet. Os aconsejo que las leáis, ya que son preciosas. La vida novelada del último, premio nobel de literatura, es de una belleza extraordinaria. Tiene también una novela titulada” Cristo de nuevo Crucificado”, que es una joya de la literatura universal.
Introducción

Francisco Era el mayor de los hijos de uno de los hombres más opulentos de Asís, el comerciante Pedro Bernardone. Se instalaron en Asís, que es una de las ciudades más antiguas de Italia.  En catedral de San Rufino se bautizó día  26 de septiembre del año 1182, con el nombre de Francisco.
Su padre le introdujo en el oficio de comerciante. Francisco, por su posición económica, era un muchacho bien vestido y derrochaba el dinero con los amigos. Estando en la tienda de su padre, despidió bruscamente a un mendigo que llegó a pedirle limosna. Se sintió apenado por Su postura y pensó: “Si este hombre  hubiese venido a mí de parte de alguno de mis nobles amigos, de un conde o de un barón, yo, sin duda, le habría alargado el dinero que me pedía pero he aquí que ha venido en nombre del Rey de los reyes, del Señor de los señores, y yo no sólo le he despedido con las manos vacías, sino con la vergüenza en el rostro. Resolvió no negar en adelante cosa alguna.
 
           La visión de Espoleto

           Francisco cayó enfermo y la convalecencia supuso para él una sacudida interior. Después de haber estado al servicio de un noble de Asís, de nuevo cayó enfermo y tendido estaba en lecho, medio despierto, medio dormido, cuando de repente oyó una voz que le preguntaba a dónde se dirigía. A la Apulia, contestó el enfermo, para ser allí armado caballero. – Dime, Francisco, ¿a quién vale más servir, al amo o al siervo?  Al amo, ciertamente. – ¿Cómo, pues, vas tú buscando al siervo y dejas al amo?, ¿cómo abandonas al príncipe por su vasallo?
 Francisco entendió, por fin, quién era su invisible interlocutor y exclamó como en  otro tiempo, san Pablo: – Señor, ¿qué quieres que haga? A lo que contestó la voz misteriosa: – Vuélvete a tu patria; allá se te dirá lo que debes hacer. Toda  la noche estuvo despierto intentando indagar la respuesta. Llegada la mañana, se levantó, y emprendió la vuelta a Asís (TC 6; 2 Cel 6). Al pasar por Foligno en su viaje de regreso, vendió su caballo, y compró otros vestidos (AP 7). Al llegar a Asís, sintió la necesidad de retirarse a la soledad y pensó en darle sentido  a su vida. El Señor de nuevo le dio un toque y  de repente cansado del mundo y sus vanidades, fue invadido, nos dice él, de inefable gozo que le sacó fuera de sí, privándole de toda sensibilidad y de toda conciencia…– Sus amigos, que veían algo raro en é, le preguntaron Francisco, ¿qué ideas son las que te tienen ahí clavado? ¿O es algún noviazgo? Ël, también con ironía, les respondió: “Sí, yo pienso en casarme; pero habéis de saber que mi prometida es mil veces más noble, rica y hermosa que cuantas doncellas habéis visto y conocido vosotros. Una carcajada estrepitosa fue la respuesta. Francisco empezaba a ver un nuevo mundo que se abría a sus ojos.

El beso del leproso
San Antonino de Florencia  nos dice  que en este momento «Vivía y  oraba escondido en la soledad de las grutas”. La oración en la soledad, el silencio lejos del tumulto y la lectura del evangelio era lo único que le llenaba. A pocos pasos de la ciudad había una gruta, adonde Francisco se retiraba  a encontrarse consigo mismo y con Dios. En estos silencios leyó, meditó y gravó en su corazón estas palabras del evangelio, que iban a ser el paradigma de su vida.
          
Le impresionaron, según sus biógrafos estos textos, que iban a transformarle como un evangelio viviente: Jesús dijo al joven rico: Si quieres ser perfecto, anda, vende tus vienes, da el dinero a los pobres, y luego ven y sígueme (Mt. 19.21). El que quiera venir en post de mí,  que se niegue a sí mismo. Que cargue con su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero el que la pierda por mí la encontrará (Mt. 16,24). Señor déjame primero ir a enterrar a mis muertos. Jesús le replicó. Tú sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos MT. 8, 21).
  “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian. Al que te pegue en una mejilla, preséntale la otra, al que te quite la capa, no le impidas que tome también la túnica. A quien te pide dale;  al que se lleve lo tuyo, no se lo reclames (Mt.6, 27-31)”

“Vosotros en cambio no os dejéis llamar Rabbi, porque uno sólo es vuestro maestro y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra. Porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo….El primero entre vosotros, será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Mt. 23, 8-12).
            “Todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo os habéis sido revestidos .Ya no hay distinción entre judío y no judío, entre esclavo y libre, entre varón o mujer, porque todos vosotros soy uno en Cristo Jesús” (Gal. 3, 27). En aquella caverna sombría y solitaria encontró Francisco su oratorio, encontró lo que sería el camino de su vida. Comprendió que tenía que identificarse con Cristo: Su esposa es la pobreza, su vida Cristo,  su camino  la cruz, su meta la fraternidad entre los hombres;  sus ojos estaban llenos de brillante  luz para descubrir las maravillas de la creación y su todo, a Dios y Cristo crucificado, con Él que permanecía horas y horas en éxtasis. Su mundo no  es la tierra, sino el cosmos lleno de estrellas y constelaciones y la tierra llena de plantas y aves, en las que descubre  el rostro y la luz de Dios.

            Su nueva visión de la vida, que el mismo Dios le ha revelado, es cristocéntrica, evangélica, optimista, de una simplicidad casi divina, y es el hermano universal, que ama a los hombres, al hermano sol y al hermano lobo. Dios poco a poco lo irá purificando hasta llegar a abrazarse a la cruz sangrante del Cristo crucificado. Pero sigamos vislumbrando los cambios que se van produciendo en él. Su otra pasión era Cristo y emprendió el camino de Roma, cuna de la cristiandad, donde estaban enterrados Pedro y Pablo. Las crónicas nos dicen poco de su peregrinación.
          Vuelto de Roma se dedicó especialmente a cuidar a los  leprosos. A fines del siglo XIII ascendía a 19.000 el número de estos benditos asilos, donde los leprosos vivían en una especie de comunidad conventual. Muchas veces Francisco pasaba y le daba repugnancia por el hedor el pasar por este lugar. Un día en la oración el Señor le dijo: “Francisco, si quieres conocer mi voluntad, has de despreciar y aborrecer cuanto aman y apetecen tus sentidos. Cuando esto hayas logrado, entonces te será amargo e insufrible lo que antes te era dulce y deleitoso, y hallarás gozo y contentamiento en lo que antes detestabas”. Salió a la calle y vio a un leproso, andrajoso y mal oliente. Su instinto fue volverse, pero se acordó de aquella voz que le dijo: “Lo que te era odioso te será en adelante dulce y amable». y  se acerca a él, le besa la mano cubierta de asquerosas llagas y lo abraza, ya que había comprendido que en su dolor era hermano suyo e hijo amado de Dios”.
El crucifijo de san Damián

En tiempo de la juventud de Francisco había cerca de Asís, a poca distancia de las murallas, una vieja iglesia de San Damián. En ella había un crucifijo bizantino en el altar mayor, y ante él se arrodillaba Francisco para orar. Un día vino a venerar la devota imagen del Crucificado. Fijos los ojos en el divino rostro coronado de espinas, rezaba. Oyó la voz del Cristo que le decía: “¡Francisco, ve y repara mi casa, que se derrumba!. ¡Señor, respondió,  con el mayor gusto cumpliré tu deseo!”.
.           Al salir encontró al rector de la iglesia, un sacerdote anciano, lo saludó, besándole la mano y sacó una moneda de oro y se la entregó al anciano diciéndole: “Os ruego que empleéis este dinero en aceite para la lámpara del Santísimo, y cuando se os haya acabado, os suplico que me lo aviséis; porque deseo que no falte jamás”.
        La reparación de la iglesia de San Damián iba a demandar mucho más dinero, y Francisco sin dudarlo cogió de la tienda de su padre varias piezas de género, las puso sobre un caballo y se fue con ellas a Foligno para venderlas en el mercado de aquella ciudad. Hecha la venta entregó  al sacerdote la cantidad para la reconstrucción de la Iglesia (TC 16; 1 Cel 9). El sacerdote no quiso aceptarla por temor a su padre. Vecina a la casa del sacerdote había una gruta, donde estableció su habitación secreta; allí pasaba los días y las noches, entregado a la oración y al ayuno. (Rm 8,26). Entre tanto, su padre Pedro Bernardone volvió de su viaje, y no halló en ella a Francisco. Pica su madre no sabía su paradero o no quiso decírselo, lo averiguó y fue en su busca suya. El anciano cura, asustado por la postura del Padre, le devolvió el dinero, que le había entregado su hijo.
            En el predominaba este pensamiento: “La vida de Cristo debe reproducirse en cada cristiano”. El debía de ser un Cristo viviente. De la lectura de la carta a los romanos 8 le impresionaron estas frases: “Los que están en la carne no pueden a gradar a Dios. Pero vosotros no estás en la carne, sino en el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros; en cambio, si alguien no posee el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el Espíritu vive por la justicia. Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el Espíritu que habita en vosotros” (Rom. 8,8-12).
          Estas palabras  marcaban las líneas maestras de su mística. Fue el hombre que en su totalidad, se identificó más con Cristo hasta el extremo de que muchos dijeran que estaba loco. Otros santos se han distinguido por algún tipo de virtudes. Francisco es de una tal talla espiritual, que es dechado de todas las virtudes. Solo podemos decir que sobresale de una manera especial en algunas, porque es modelo de todas. Es un hombre penitente y austero; sembrador de paz y concordia; va por el mundo derramando compasión y misericordia; es una evangelio vivo; tiende su mano a los leprosos y andrajosos, que encuentra en el camino; vive con radicalidad la sencillez evangélica; su dama es la pobreza; su amor a Cristo es absoluto y a los hermanos casi infinito; es el siervo  y esclavo de todos; donde hay guerra pone la paz; su alimento es la eucaristía, su gran amor a Cristo crucificado es desbordante, al ser el mismo un crucificado con Cristo. Puede decir como Pablo: “Vivo yo pero no soy yo es Cristo quien vive en mí”. 

Renuncia a su Padre
Nos cuenta san Buenaventura lo que hizo el padre de Francisco,  cuando se enteró de lo que había hecho su hijo, corrió, todo enfurecido, a San Damián. Francisco, al oír los gritos y amenazas, se escondió en una cueva. Unos días más tarde se reprochó su cobardía, abandonó el escondite y marchó a la ciudad de Asís. Sus conciudadanos, al verlo en el extraño talante que presentaba, lo tomaron por loco. Tan pronto como el padre oyó el clamor del gentío, acudió presuroso y sin conmiseración lo arrastró a casa, lo azotó y lo encerró encadenado. En medio de tanta adversidad, Francisco, lleno de profunda alegría, daba gracias a Dios y se sentía más dispuesto y valiente para llevar a cabo lo que había emprendido. No mucho después se vio precisado el padre a ausentarse de Asís, y la madre libró al hijo de la prisión, dejándole partir. Francisco retornó al lugar en que había morado antes. Pero volvió el padre, y, al no encontrar en casa a su hijo, corrió bramando al lugar indicado para conseguir apartarlo de su propósito, al menos alejarlo de la provincia. Francisco, confortado por Dios, salió espontáneamente al encuentro de su enfurecido padre y le manifestó que estaba dispuesto a sufrir con alegría cualquier mal por el nombre de Cristo.
            Viendo el padre que le era del todo imposible cambiarle de su intento, dirigió sus esfuerzos a recuperar el dinero. Y, habiéndolo encontrado, por fin, en el nicho de una pequeña ventana, se apaciguó un tanto su furor. Intentaba después el padre llevar al hijo ante la presencia del obispo de la ciudad, para que en sus manos renunciara a los derechos de la herencia paterna y le devolviera todo lo que tenía. Se manifestó muy dispuesto a ello Francisco y, llegando a la presencia del obispo, no se detiene ni vacila por nada, no espera órdenes ni profiere palabra alguna, sino que inmediatamente se despoja de todos sus vestidos y se los devuelve al padre. Además, ebrio de un maravilloso fervor de espíritu, se quita hasta los calzones y se presenta ante todos totalmente desnudo, diciendo al mismo tiempo a su padre: “Hasta el presente te he llamado padre en la tierra, pero de aquí en adelante puedo decir con absoluta confianza: Padre nuestro, que estás en los cielos, en quien he depositado todo mi tesoro y toda la seguridad de mi esperanza”.
           Al contemplar esta escena el obispo, admirado del extraordinario fervor de Francisco, se levantó al instante y llorando lo acogió entre sus brazos y lo cubrió con el manto que él mismo vestía. Ordenó luego a los suyos que le proporcionaran alguna ropa para cubrir los miembros de aquel cuerpo. En seguida le presentaron un manto corto, pobre y vil, perteneciente a un labriego que estaba al servicio del obispo. Francisco lo aceptó muy agradecido.
           Este es el momento más  decisivo de la vida. Se abraza a la pobreza, rompe todos los lazos que le unen a la tierra, se trasforma en el hombre más libre de la historia,  empieza a ver el mundo con ojos divinos y comienza a caminar por las estrechas calles de Asís con una mirada distinta. Sin cambiar la ciudad, ha cambiado el paisaje, porque lo contempla con unos ojos nuevos.  Desde este momento la pobreza es su compañera, querida, mimada y amada como si fuera su novia, con la que se ha desposado para toda la vida Su anclaje está en Dios no en las riquezas humanas. En lenguaje humano muchos dirán que era un loco. Quedé sorprendido de que el mismo dijera: Y me dijo el Señor que quería que yo fuera un nuevo loco en este mundo.
        Después  de la ruptura con su padre, Francisco va a la ciudad de Asís y se recluye en la soledad para solo oír la voz de su nuevo Padre, Dios, para  escucharle en el silencio. Sube hacia el valle de Espoleto, en busca de las más altas cimas, en las que percibe la cercanía Dios. Bajó a Gubbio, cercana a Asís, en busca de un amigo de su juventud, el cual le proporcionó un vestido que es el que usaban los antiguos ermitaños: Un sayal tosco, un cinturón, unas sandalias y bastón de peregrino. A continuación estuvo en un Hospital de leprosos, curando sus llagas y limpiando sus úlceras. Para él eran los abandonados del mundo y los pestilentes de los que todos huían. Vuelve de nuevo a San Damián y pide permiso al Obispo para restaurar el templo. El viejo sacerdote que con tanto cariño lo acogió, se alegró de su vuelta. ¿Cómo recoger dinero para arreglar en templo? Pedir como un trovador vagabundo  por las calles de Asís. Con lo que recolectaba iba el haciendo la obra de mampostería. El viejo anciano lo calmaba de atenciones y compartía con él su pobre comida. Un día Francisco, pensó por inspiración divina: “Esto  no es vivir como pobre, que es todo mi deseo; no, un verdadero pobre va de puerta en puerta mendigando, escudilla en mano, su cotidiano sustento y recibiendo lo que las gentes se dignan alargarle; y eso tengo yo que hacer en adelante”.
          Al día siguiente salió Francisco con su escudilla como un mendigo a pedir limosna de cada en casa. Volvió a San Damián y dijo al sacerdote que en lo sucesivo buscaría su propia alimentación. En Asís se comentaba que el Hijo de Pedro Bernardone se habían vuelto loco.
      

Nuevo rumbo a su vida
          En una de esas misas matutinas de su capillita de la Porciúncula día de febrero de 1209, oyó Francisco recitar este pasaje del evangelio: « Luego los envió a proclamar el reino de Dios y a curar a los enfermos, diciéndoles: “No llevéis nada para el camino. Ni bastón, ni alforja, ni pan ni dinero; tampoco tengáis dos túnicas cada uno. Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio y sin algunos no os reciben, al salir de aquel pueblo, sacudíos el polvo de vuestros pies como testimonio contra ellos. Se pusieron en camino y fueron de aldea en aldea, anunciando la buena noticia y curando en todas partes.(Lc.9, 2-6).

Después de la lectura de este evangelio Francisco descubrió que tenía que seguir un nuevo camino “El Altísimo mismo me reveló que debería vivir según la forma del santo Evangelio. El Señor me reveló que dijésemos el saludo: “El Señor te dé la paz». Al leer el Evangelio exclamó: «Esto es lo que yo quiero, esto es lo que yo busco, esto es lo que en lo más íntimo del corazón anhelo poner en práctica» (1 Cel 22; TC 25; LM 3,1).
          De restaurador de iglesias se a transformar en un misionero itinerante anunciando la buena nueva de Jesús por el mundo. No quería ser un monje únicamente dedicado a la contemplación, sino un misionero andante predicando no solo con su palabra, sino con el testimonio de su vida austera. Se le fueron agregando compañeros, ya que en Asís, era admirado por los que antes le criticaban. Con ese  grupo inicial fue a Roma para que el Papa bendijera su obra.

            La marcha a Roma y la primera regla

            Viendo el siervo de Cristo que poco a poco iba creciendo el número de los hermanos, escribió con palabras sencillas todas ellas recogidas de los evangelios, que se los sabía de memoria. Estas reglas eran el evangelio puro, visto desde la radicalidad y sin componendas. El y sus hermanos no podían poseer nada. Marchó a Roma con sus compañeros. Sometió al Papa la nueva regla.  En Roma encontraron al obispo de Asís, Guido, quien se alegró al verlos.

El obispo había hablado ya al cardenal Juan de San Pablo, hombre de curia, de la vida  que llevaba Francisco y de sus hermanos. El Cardenal los llamó, los hospedó en su casa y los recomendó al Papa Inocencio III. Francisco le presentó su proyecto de vida. Quedó conmovido por su vivencia evangélica y tal vez pensó que era una utopía, que sólo podrían aguantarla unos superhombres. Pensó dilatar la aprobación.  Para muchos cardenales era una denuncia implícita a su forma de vivir. Inocencio III había quedado impresionado por las palabras del Cardenal Juan de San Pablo en favor del proyecto de Francisco: “Si rechazamos la demanda de este pobre como cosa del todo nueva y en extremo ardua, siendo así que no pide sino la confirmación de la forma de vida evangélica, guardémonos de inferir con ello una injuria al mismo Evangelio de Cristo. Pues si alguno llegare a afirmar que dentro de la observancia de la perfección evangélica o en el deseo de la misma se contiene algo nuevo, irracional o imposible de cumplir, sería convicto de blasfemo contra Cristo, autor del Evangelio”.
        Al oír estas palabras, Inocencio III se volvió a Francisco y le dijo: “Ruega, hijo, a Cristo para que por tu medio nos manifieste su voluntad, a fin de que, conocida más claramente, podamos acceder con mayor seguridad a tus piadosos deseos”. Cuando se presentaron ante el pontífice, Francisco, después de narrarle una parábola, le dijo: “No hay por qué temer que perezcan de hambre los hijos y herederos del Rey eterno.”

Además les contó el papa Inocencio una visión celestial que había tenido esos mismos días, asegurando que habría de cumplirse en Francisco. En efecto, refirió haber visto en sueños cómo estaba a punto de derrumbarse la basílica lateranense y que un hombre pobrecito, de pequeña estatura y de aspecto despreciable, la sostenía arrimando sus hombros a fin de que no viniese a tierra. Y exclamó: “Éste es, en verdad, el hombre que con sus obras y su doctrina sostendrá a la Iglesia de Cristo”.

Finalmente, al reconocer en Francisco al hombre que sostenía la basílica ruinosa, el papa quedó convencido de que allí estaba la mano de Dios. Aprobó la Regla, concedió al siervo de Dios y a todos los hermanos laicos que le acompañaban la facultad de predicar la penitencia y ordenó que se les hiciera la tonsura para que libremente pudieran predicar la palabra de Dios. El aprobar oralmente una regla, como hizo Inocencio en esta ocasión, no significaba entonces una especie de simple tolerancia. Venía a ser una verdadera aprobación, gracias a la cual no afectó después a los hermanos menores la prohibición de que se redactaran nuevas reglas monásticas, dictada por el concilio IV de Letrán en 1215.
    
            Espiritualidad
        Es muy difícil definir cuál es la espiritual de San Francisco de Asís, ya que  salta por encima de todos los moldes del pasado, y empieza un camino nuevo. Ha roto con la forma de vivir de los monjes, aunque su camino espiritual de contemplación es superior a ellos. Para él la soledad, es lugar de encontrar a Dios. Su vida, sin embargo está en la calle. No quiere vivir, como los monjes en los suntuosos monasterios, sino en chozas barnizadas con barro. Los monasterios  tenían sus posesiones, el no posee nada. Vive de limosna y del trabajo de sus frailes. Los monasterios tienen un abab, ellos un guardián, ya que detesta a todo lo que pueda parecer poder y dominio.

            Los monjes viven encerrados en los claustros de los monasterios, lo nuevos frailes son andariegos y peregrinan de ciudad en ciudad, con una pequeña mochila a cuestas, sin dinero, sin provisiones, viven de lo que les dan en los pueblos en que misionan. Nace una nueva visión del mundo, que va a abrir un camino de esperanzas, que se ha llamado el espíritu de Asís y una nueva lógica muy distinta a la de las cruzadas e incluso, con una mentalidad distinta a San Bernardo de Claraval, que está muy cerca de él. Era muy propio de la época el convertir a los musulmanes que tanto daño estaban haciendo al cristianismo. En 1219 se embarcó rumbo a Egipto, donde se encontró con el sultán Alkamil, al que no logró convertir, aunque quedó admirado de san Francisco. Volvió de nuevo a Italia, enfermo de malaria y tracoma y con la vista muy disminuida. A su marcha confió la dirección de la orden a Pedro de Cattaneo y al fallecer este a Elías-de Cortona. A partir de este momento no intervino directamente en el gobierno, aunque aua hermanos seguía teniendo por él un gran respeto. En este momento empezaron a surgir las divergencias sobre cómo entender la pobreza.
           Decía que era muy difícil profundizar cuál es su espiritualidad o si queréis en su carisma. He leído últimamente muchos estudios sobre san Francisco, me han gustado, pero es casi imposible abarcar la grandiosidad de este personaje con unas letras muertas y sin vida. He llegado a la conclusión de que es el hombre, que ha escalado la cumbre más alta de la santidad en la historia de la iglesia. Todas las virtudes las posee en sumo grado. En ocasiones es tal su grandeza, que lleva uno a creer que vuela por encima de la misma naturaleza humana, ya que no se deja llevar por la lógica de la razón. Él mira más a Dios que a la tierra en sus éxtasis místicos y cuando vuelve a la tierra descubre una luz nueva, que nosotros, pobres mortales, con nuestros ojos miopes, no podemos comprender. En él manda más el corazón que la razón y el corazón de Francisco late impulsado por el amor de Dios. Está tan cierto de lo que Dios quiere de él, y tiene tanta seguridad, que no permite que nadie apague esa llamada y luz que Dios sembró en su corazón:...”no quiero que me mencionéis regla alguna, ni de san Benito, ni de san Agustín, ni de san Bernardo, ni otro camino o forma de vida fuera de aquella que el Señor misericordiosamente me mostró y dio…”(EP 68) y  “si alguien te dijere o sugiriere algo que estorbe tu perfección, o que parezca contrario a tu vocación divina, aunque estés en el deber de respetarle, no sigas su consejo, sino abraza como pobre a Cristo pobre” (2Cta Cl 17-18).

Su lógica, aunque a algunos les pueda parecer insubordinación, es clara. Dios está por encima de todo. No vale acomodarse a la lógica humana, antes que a la divina. Muchos lo trataron de loco y el les respondió de esta manera: “Y me dijo el Señor que quería que yo fuera un nuevo loco en este mundo...” (EP 68). San Pablo también era un loco: “Los judíos piden señales, los griegos buscan la sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles. Porque la locura de Dios es más sabia  que la de los hombres, y la flaqueza de Dos  más poderosa que los hombres” (1 COR. 1, 22.).
            Los hombres no entendemos, que el fuego divino, que  se encendía en el corazón de Francisco, en aquellos largos silencios de oración, lo trasformaban de tal suerte, que no podía vivir sin seguir su llamada. La experiencia mística le trasforma, hasta el extremo, que Dios invade toda su vida o mejor su existencia. Pero Francisco, cuando vuelve de Dios no está en las nubes. Comprende asentado en la tierra, que hay una nueva forma de vivir fundada en la hermandad  de todos los hombres en Dios, que es nuestro Padre y decide reunir a unos hombres, que quieren seguir sus pasos. Muchos dirán que es un utópico, un idealista, pero miles de hombres, algunos muy cultos, dejan sus tierras y sus cátedras y le siguen. El no con palabras, sino con su vivencia en la humildad y en el silencio más profundo, demuestra al mundo, que es capaz de enarbolar la bandera del amor universal.
           En su forma de vivir, sin acritud, con tolerancia, sin critica a aquella sociedad paganizada. Decía Benedicto XVI: “En toda la Historia no hay ninguna crítica tan tajante ni más aguda a la Iglesia, que la hecha por Francisco a través de su forma de vida”.
            Francisco ha descubierto una cosmovisión nueva del mundo y una pedagogía que no está fundamentada ni en espada, ni en la intemperancia o intolerancia, ni en la fuerza, sino en la hermandad, el silencio, la contemplación, la tolerancia y el servicio. No busca en sus hermanos grandes gestas, ni estudios sublimes, ni grandes palabras, sino que sean testigos vivos del evangelio y hombres nuevos renovados  por dentro en la más absoluta humildad y simplicidad. Busca un mundo en el que reine la paz, la hermandad  y la justicia. Su mensaje es universal, ya que el espíritu de Asís no hay que entenderlo a la letra, sino en lo que lo  trasciende.
        Era un místico.
         Celano dice de Francisco:Totus non tan orans quam oratio factus”. “No sólo era un orante, sino que se vida se había hecho oración”. Era un místico ya que tuvo una experiencia de Dios maravillosa. Dios cautivó toda su vida. Pero quiero hablar de la mística en sentido amplio. Karl Rhaner decía que el hombre del siglo XXI o  sería místico o no sería nada. En esta época del vértigo, de la prisa, de lo colectivo, de los ruidos que nos envuelven, el hombre necesita la intimidad con Dios, el recogimiento, el encontrarse consigo mismo, el desierto. La autonomía secularizante nos ha hecho hombres masas, arrastrados por  el ambiente. Necesitamos el desierto, no basta la comunidad o la fraternidad tan necesarias. El destino se lo forja cada uno en su intimidad, en su mudo interior. Francisco fue maestro de buscar estos silencios. Charles de Focauld se retiró al desierto para huir del estrepito y de los humos de Paris.

          Es encantador por su simplicidad. En el verano de 1224 Francisco  trasladó al monte Alverna para celebrar la  cuaresma y la fiesta de la Asunción. Lo acompañaban los hermanos León, Ángel y Maseo. Al llegar construyeron unas chozas de cañas cubiertas con barro, en las que cada uno ser retiraba a orar. Francisco les dijo: “Este es el modo de vivir que he determinado para mí y para vosotros. Y, puesto que me voy acercando a la muerte, es mi intención estar a solas y recogido en Dios, llorando ante Él mis pecados. El hermano León, cuando le parezca bien, me traerá un poco de pan y un poco de agua; les dio la bendición y se fue a la choza hecha junto al haya; y cada uno de sus compañeros a la suya”.
          Francisco oraba por sus hermanos. En esos momentos estaba muy preocupado, porque él quería que sus hermanos fueran hombres “de un solo libro y de una sola pluma”; y muchos de ellos tenían otros libros y estudiaban Derecho Eclesiástico o Teología  y dejaban la contemplación y el retiro, apartándose del espíritu evangélico. En la noche siguiente no durmió… le despertó un Ángel y le dijo: “Francisco, yo vengo a hacerte oír un poco de la música que nosotros gozamos allá arriba delante del trono de Dios”. Dicho esto, apoyó la viola en su mejilla e hizo con el arco una sola pasada por las cuerdas, y fue tal la suavidad de la melodía, que llenó de dulcedumbre el alma de San Francisco y le hizo desfallecer, hasta el punto que, como lo refirió después a sus compañeros, le parecía que, si el ángel hubiera continuado moviendo el arco hasta abajo, se le hubiera separado el alma del cuerpo no pudiendo soportar tanta dulzura
              Después de la fiesta de la Asunción, Francisco se marcho a la gruta más lejana situada del otro lado de un profundo tajo de la roca viva para que los hermanos no lo vieran. Allí se estableció, conviniendo con Fray León que iría a verle dos veces cada veinticuatro horas, la una para llevarle pan y agua, la otra para el rezo de los maitines. Al llegar debía decir esta contraseña: “Señor, ábreme los labios”; si Francisco respondía Y mi boca proclamará tu alabanza”, entonces podía León pasar a ver  a su maestro; si no se le respondía, debía volverse tranquilamente donde los demás hermanos. “Decía esto porque algunas veces estaba tan arrobado en Dios, que no oía ni sentía nada con los sentidos del cuerpo”.
 
            Era una noche de septiembre, de luna llena. La quietud  y el silencio reinaban en la montaña. La naturaleza parecía que había muerto.  León, silencioso y de puntillas, fue a ver a Francisco a su cueva en una noche de luna, esplendorosa y fresca:  León vaciló un buen rato; se acercó a la choza y  descubrió a Francisco que,  arrodillado, con los brazos en cruz, elevados los ojos al cielo, oraba. León se mantuvo en silencio, pero no oía bien las palabras del Santo. Acercándose un poco más oyó: ¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? Y ¿quién soy yo, gusano vil e inútil siervo tuyo? ¡En nombre de Jesús -clamó el Santo-, quienquiera que seas, no te muevas de donde estás! El chasquido de unas hojas muertas lo delató. Llegado Francisco al pie del árbol, preguntó:¿Quién eres tú? Yo soy el hermano León, Padre mío -respondió temblando de pies a cabeza. ¿No te tengo dicho que no andes observándome? Te mando, por santa obediencia, que me digas si has visto u oído algo. El hermano León respondió: “Padre, yo te he oído hablar y decir varias veces: “¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío? y  ¿Quién soy yo, gusano vil e inútil siervo tuyo?”
           Francisco, ante la humildad de León, que le pidió perdón, le dijo: “Has de saber, hermano ovejuela de Jesucristo, que, cuando yo decía las palabras que tú escuchaste, mi alma era iluminada con dos luces: una me daba la noticia y el conocimiento del Creador, la otra me daba el conocimiento de mí mismo. Cuando yo decía: «¿Quién eres tú, dulcísimo Dios mío?», me hallaba invadido por una luz de contemplación, en la cual yo veía el abismo de la infinita bondad, sabiduría y omnipotencia de Dios. Y cuando yo decía: “¿Quién soy yo”, etc.? La otra luz de contemplación me hacía ver el fondo deplorable de mi vileza y miseria. Por eso decía: “¿Quién eres tú, Señor de infinita bondad, sabiduría y omnipotencia, que te dignas visitarme a mí, que soy un gusano vil y abominable?” Estas son las palabras que has oído y aquel elevar las manos por tres veces que has visto. Pero guárdate bien, hermano ovejuela, de seguir espiándome; vuélvete a tu celda con la bendición de Dios.

            La obediencia franciscana

Hay dos textos en el evangelio, uno  de Mt. 23, 8-11, que dice: “Vosotros en cambio no os debéis llamar rabbi. Porque uno sólo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llamáis Padre nuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar maestros, porque un solo es vuestro Maestro, el Mesías. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece, será humillado y el que se humilla, será enaltecido”. El otro: "Sabéis que los que figuran  como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen, pero no ha de ser así entre vosotros; al contrario quien quiera subir, sea el servidor vuestro, y el que quiera ser el primero,  sea esclavo de todos, porque tampoco este Hombre ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos” (Mc. 10, 42-45; Mt. 20, 25-28; Lc. 22, 25-27; Jo. 13, 1-17).
            Estos dos textos preocuparon a Francisco, porque quería conjugar la obediencia con el mandato. La solución la encontró en el mismo evangelio, en la palabra fraternidad y servicio. Un servicio en la humildad, en la esclavitud y en el amor. Esta fue la postura de Francisco con sus hermanos. Para Francisco el móvil de la obediencia era Cristo, al que había que seguir casi a ciegas. No obstante también admitía las mediciones humanas, en su caso, el Papa.

            Este texto Mateo  quiere presentar una comunidad muy distinta a la del pueblo judío. En la nueva fraternidad reina el servicio y la humildad, como datos fundamentales. La lectura del texto hace preguntarse al Cardenal Ratzinger: “¿No es acaso nuestra praxis cristiana real mucho más parecida al culto de las altas dignidades, fustigado por Jesús que a la imagen de la comunidad  cristiana dibujada por él? (Fraternidad de los Cristianos  Sígueme 1960, p.80).
            El Cardenal Walter Kasper es más radical: “Jesús no fundó una nueva  comunidad especial con  nuevas autoridades propias; su círculo de discípulos está abierto y entre ellos no debe haber ningún maestro (Mt.23, 8) y por lo tanto ni eminencias, ni excelencias, ni otros títulos honoríficos, sino sólo hermanos. Más aún, Jesús trae  la inversión de todos los valores, los primeros deben ser los últimos y los últimos los primeros” (Mc, 9, 23) .(Fe e Historia, sígueme, 1974 p,283).

Para Francisco la obediencia es un  imperativo de la propia conversión a Cristo y una respuesta  a la moción del Espíritu. “Pero ahora, decía Francisco, que hemos dejado el mundo, no tenemos ninguna otra cosa que hacer sino seguir la voluntad del Señor y agradarle a él» (1 R 22,9). Para Francisco el hermano menor no obedece en sí por el mandato, sino porque ve en él la voluntad de Dios y de esta manera renuncia a sí mismo. A esta disposición interior y espiritual, san Buenaventura, la llamará «Obediencia impulsada por la caridad», «Firmemente quiero obedecer -dice en su Testamento- al ministro general de esta fraternidad y al guardián que le plazca darme. Y del tal modo quiero estar cautivo en sus manos, que no pueda ir o hacer más allá de la obediencia y de su voluntad, porque es mi señor» (Test 27-28). Y después de renunciar al gobierno de la Orden, dijo Francisco al Ministro general: «Quiero que confíes para siempre tu representación a uno de mis compañeros; le obedeceré como a ti, pues, por el bien y el valor de la obediencia, quiero que en vida y en muerte estés siempre conmigo. En este contexto, habla de Ministro  General (servidor) y de guardián. Las palabras “Superior o prior le sonaban mal.

El amigo de la naturaleza.
          El Cantico al sol: Toda la creación es una bendición, un regalo, que Dios nos ha hecho y no debemos tirarlo a la basura.

Canticum fratis solis:

Criaturas todas del Señor, bendecid al Señor,

ensalzadlo con himnos por los siglos.

Ángeles del Señor, bendecid al Señor;

cielos, bendecid al Señor.

Aguas del espacio, bendecid al Señor;

ejércitos del Señor, bendecid al Señor.

Sol y luna, bendecid al Señor;

astros del cielo, bendecid al Señor.

Lluvia y rocío, bendecid al Señor;

vientos todos, bendecid al Señor.

Fuego y calor, bendecid al Señor;

fríos y heladas, bendecid al Señor.

Rocíos y nevadas, bendecid al Señor;

témpanos y hielos, bendecid al Señor.

Escarchas y nieves, bendecid al Señor;

noche y día, bendecid al Señor.

Luz y tinieblas, bendecid al Señor;

rayos y nubes, bendecid al Señor.

Bendiga la tierra al Señor,

ensálcelo con himnos por los siglos.

Montes y cumbres, bendecid al Señor;

cuanto germina en la tierra, bendiga al Señor.

Manantiales, bendecid al Señor;

mares y ríos, bendecid al Señor.

Cetáceos y peces, bendecid al Señor;

aves del cielo, bendecid al Señor.

Fieras y ganados, bendecid al Señor,

ensalzadlo con himnos por los siglos.

Hijos de los hombres, bendecid al Señor;

bendiga Israel al Señor.

Sacerdotes del Señor, bendecid al Señor;

siervos del Señor, bendecid al Señor.

Almas y espíritus justos, bendecid al Señor;

santos y humildes de corazón, bendecid al Señor.

Bendito el Señor en la bóveda del cielo,

alabado y glorioso y ensalzado por los siglos.

Altísimo, omnipotente, buen Señor,

tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición.

A ti solo, Altísimo, corresponden,

y ningún hombre es digno de hacer de ti mención.

Loado seas, mi Señor, con todas tus criaturas,

especialmente el señor hermano sol,

el cual es día, y por el cual nos alumbras.

Y él es bello y radiante con gran esplendor,

de ti, Altísimo, lleva significación.

Loado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas,

en el cielo las has formado luminosas y preciosas y bellas.

Loado seas, mi Señor, por el hermano viento,

y por el aire y el nublado y el sereno y todo tiempo,

por el cual a tus criaturas das sustento.

Loado seas, mi Señor, por la hermana agua,

la cual es muy útil y humilde y preciosa y casta.

Loado seas, mi Señor, por el hermano fuego,

por el cual alumbras la noche,

y él es bello y alegre y robusto y fuerte.

Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la madre tierra,

la cual nos sustenta y gobierna,

y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba.

Load y bendecid a mi Señor,

y dadle gracias y servidle con gran humildad.
            Para Francisco el mundo es una creación de Dios. Dios  está reflejado en el mundo que contemplamos. Por eso nos habla de hermano sol, de la hermana luna y si viviera en el presente nos hablaría del hermano átomo. Si pudiera contemplar con los telescopios actuales el profundo mar del cielo, tachonado de millones de estrellas, expendiéndose en el  cielo ¡cómo gozaría! Miraba al cielo y a la tierra, no como nosotros, que  lo estamos destruyendo sin piedad y matando sin piedad a  las aves que vuelan en el espacio. El veía la tierra madre con unos ojos místicos, iluminados por Dios. Los seres eran hechura de ese Dios, a quien tanto amaba. Un día encontró a un joven que llevaba tres tórtolas, se los compró, las cuidaron los frailes y después las soltó para que surcaran libres  el espacio. Las crónicas no describen esta bella escena:

   “Al llegar a la cumbre de la montaña, unas bandadas de pájaros, les recibieron con sus trinos y cantos, mostrando su alegría con sus vuelos rasantes y el altear de las alas. Francisco los llamada, se posaban en su cabeza, en sus hombros y los acariciaba con su manos. Los acompañantes, estaban admirados, y Francisco dijo: “Yo creo que a nuestro Señor Jesucristo le agrada que moremos en este monte solitario, ya que tanta alegría muestran por nuestra llegada nuestros hermanos los pájaros.”
            En otra ocasión estaba predicando en una plaza, y en un árbol un grupo de golondrinas con sus cantos, acallaban su voz. Les mandó que se callaran, y atentas y mirando a Francisco oían su sermón. Pero su gran amor eran las alondras tal vez, porque tienen sus plumas pardas como su tosco hábito o por que suben a las alturas cerca de los ángeles para cantar sus gorjeos. En su muerte le acompañaron en su entierro. San Francisco amaba a la alondra moñuda. Amaba a todas, pero de un modo particular a la alondra moñuda, de la cual solía decir: “La hermana alondra tiene capucho como los religiosos y es humilde, pues va contenta por los caminos buscando granos que comer. Y, aunque los encuentre en el estiércol, los saca y los come. Cuando vuela, alaba y tiene su corazón puesto en el cielo, y su mira constante en la alabanza del Señor. El vestido, es decir, su plumaje, es de color de tierra, y da ejemplo a los religiosos para que no se vistan de telas elegantes y de colores, sino viles por el valor y el color, así como la tierra es más vil que otros elementos” (EP 113 a Dios con dulce canto, como los buenos religiosos, que desprecian todo lo de la tierra
           Fray Gil con mucha ironía decía: “Hay gran diferencia -solía decir- entre la oveja que bala y la que pace: la misma que entre el que predica y el que obra. La una, balando, no sirve a nadie; la otra, con pacer, se beneficia a sí mismo por lo menos. Igual diferencia media entre un fraile menor que predica y otro que ora y trabaja. Mil y mil veces más vale instruirse uno a sí mismo en el ejercicio de una vida santa, que no pretender ilustrar al mundo entero”. Era tanto el amor que tenia a las aves, que llegó a decir: “Si llego a hablar con el  emperador, le rogaré que dicte una disposición general por la que todos los pudientes estén obligados a arrojar trigo y grano por los caminos, para que en tan gran solemnidad las avecillas, sobre todo las hermanas alondras, tengan comida en abundancia2 (2 Cel 200)
 
         Su piedad es cristocéntrica

         Su único libro era Cristo y el evangelio: Repetía a sus frailes que fueran hombres de “de un solo libro y de una sola pluma”; Francisco suspiraba y clamaba a Dios con acento cada vez más dolorido: “Señor, a ti te encomiendo la familia que me diste”.  Y luego volvía a su halagüeña ilusión de que todo era todavía como en otros tiempos, de que ningún obstáculo había entre él y sus hijos, de que todos vivían en santa unión y nadie nunca sería capaz de desunirlos.
        Su ilusión es sentir y pensar como Él pensaba y sentía y obrar como Él obraba.Fuera de Jesús -continuaba diciendo-, no hay cosa que me interese; sin Él, la vida carece de sentido. Mi mirada le busca en todas partes, y en todas las cosas lo descubre. Y qué, ¿podría por ventura suceder de otra manera”.
           Su pasión abrazarse a  la cruz. Por esto decía: “Que yo experimente en vida, en el alma y en el cuerpo, aquel dolor que tú, dulce Jesús, soportaste en la hora de tu olorosa  pasión; la segunda, que yo experimente en mi corazón, en la medida posible, aquel amor sin medida en que tú, Hijo de Dios, ardías cuando te ofreciste a sufrir tantos padecimientos por nosotros pecadores».( Florecillas,(III Cons. sobre las Llagas).
 
       “Que Aquel que por vosotros fue clavado en una cruz, permanezca siempre fijo en vuestros corazones”. “Nunca fue oyente sordo del Evangelio -nos dice Tomás de Celano- sino que, confiando a su feliz memoria cuanto oía, procuraba cumplirlo a la letra sin tardanza”. Jesús dijo: “A nadie llaméis maestro”, y Francisco prohíbe el empleo de dicho término para designar a los superiores de su Orden. Jesús dijo: “Nadie es bueno sino Dios”, y Francisco cambia el nombre de su médico de cabecera, que se llamaba Bongiovanni (Buen Juan), en Bembegnato (LP 100; EP 122). Francisco comprendía que la lógica del evangelio, no es una lógica humana.

         Testigo del evangelio:

         Un fraile predicador vino al hermano  Gil a pedirle su bendición para ir a pronunciar un gran discurso en plena plaza de Perusa, y éste le contestó: “Sí, te doy mi bendición, pero con tal que digas: ¡Bo, bo, multo dico e poco fo!», (bo..bo, mucho digo y poco hago).
          “El espíritu de la carne -decía- quiere y se esfuerza mucho en tener palabras, pero poco en las obras; y no busca la religión y santidad en el espíritu interior, sino que quiere y desea tener una religión y santidad que aparezca exteriormente a los hombres” (1 R 17). “¡Ay de aquellos que se contentan de solas las apariencias de vida religiosa! (2 Cel 157). Francisco de Asís repetía continuamente a sus frailes: “Tanto sabe el hombre cuanto obra, y en tanto el religioso ora bien en cuanto practica, pues sólo por el fruto se conoce al árbol” (cf. Mt 12,13).
      
        Pobreza evangélica.

        Pobreza franciscana: “Estos pobres de Cristo -escribía Jacobo de Vitry en su Historia Oriental- no llevan ni bolsa para el camino, ni alforjas, ni pan, ni dinero en sus cintos; no poseen oro o plata ni llevan calzado en sus pies. A ningún hermano de esta Orden le está permitido poseer nada. No tienen monasterios ni iglesias; ni campos, ni viñas, ni ganado; ni casas, ni otras posesiones; ni dónde reclinar su cabeza. No usan pieles ni lienzos de lino, sino únicamente túnicas de lana con capucha; no tienen capas, ni palios, ni cogullas, ni ninguna otra clase de vestiduras. Si se les invita a la mesa, comen y beben de lo que se les pone. Si se les da por misericordia una limosna, no la andan reservando para más adelante… Después del Capítulo, su superior les vuelve a enviar, en grupos de dos o más, a las distintas regiones, provincias y ciudades”
            San francisco repetía a sus frailes: “Os mando, por el mérito de la santa obediencia, a todos vosotros aquí reunidos, que ninguno de vosotros se preocupe ni ande afanoso sobre lo que ha de comer o beber, ni de cosa alguna necesaria al cuerpo, sino atended solamente a orar y alabar a Dios; y dejadle a Él el cuidado de vuestro cuerpo, ya que Él cuida de vosotros de manera especial”» (Flor 18). Su pobreza era radical. Guardémonos, por tanto, los que lo dejamos todo, de perder por tan poca cosa el reino de los cielos. Y si en algún lugar encontramos dinero, no nos preocupemos de él más que del polvo que hollamos con los pies… Con todo, en caso de manifiesta necesidad de los leprosos, los hermanos pueden pedir limosna para ellos. Guárdense mucho, no obstante, del dinero para provecho propio» (1 R 8). «Todos los hermanos empéñense en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo, y recuerden que ninguna otra cosa del mundo entero debemos tener, sino que, como dice el Apóstol: “Teniendo alimentos y con qué cubrirnos, estamos contentos con eso”. Y deben gozarse cuando conviven con personas de baja condición y despreciadas, con pobres y débiles y enfermos y leprosos y los mendigos de los caminos. Y cuando sea necesario, vayan por limosna. Y no se avergüencen, sino más bien recuerden que nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente…, no se avergonzó. Y fue pobre y huésped y vivió de limosna él y la bienaventurada Virgen y sus discípulos. Y cuando la gente les ultraje y no quiera darles limosna, den gracias de ello a Dios; porque a causa de los ultrajes recibirán gran honor ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo. Y sepan que el ultraje no se imputa a los que lo sufren, sino a los que lo infieren. Y la limosna es herencia y justicia que se debe a los pobres y que nos adquirió nuestro Señor Jesucristo» (1 R 9,1-8).
          En una ocasión Francisco le dijo al Obispo de Asís, que pedía a Francisco que mitigara su pobreza: “Señor, si tuviéramos algunas posesiones, necesitaríamos armas para defendernos. Y de ahí nacen las disputas y los pleitos, que suelen impedir de múltiples formas el amor de Dios y del prójimo; por eso no queremos tener cosa alguna temporal en este mundo» (TC 35)
           No sólo no quería dinero, sino que los despreciaba. Durante el día los frailes trabajaban en el hospital, o dondequiera que se les ofrecía decente ocupación. “Para evitar la ociosidad, ayudaban en las faenas del campo a pobres labradores, y éstos les daban pan por amor de Dios”, dice el Espejo de Perfección (EP 55h). No obstante su extremada pobreza, siempre tenían alguna cosa que dar a los que les pedían; a veces les tocaba tener que dar el capucho o una manga de su hábito. En cuanto al dinero, persistían en la inquebrantable voluntad de no tocarlo. Un hombre les dejó cierta considerable cantidad sobre el altar de la Porciúncula, y algún tiempo después la encontraron  intacta a la orilla del camino en un montón de basuras.
           Su austeridad era tal  que “odiaba no sólo la ostentación en sus chozas, sino que detestaba profundamente que hubiese muchos y exquisitos enseres. Nada quería, en las mesas y en las vasijas nada  que recordase el mundo, para que todas las cosas que se usaban hablaran de peregrinación, de destierro»
           Su vivienda era una choza. Les decía a sus frailes. Hagan construir casas pobres, de ramas y de barro, y algunas celdas donde los hermanos puedan orar y dedicarse al trabajo. Y no deben construir iglesias grandes, sino una capilla pequeña y pobre (EP 1).Los benedictinos le cedieron una iglesia dedicada a Santa María. En la actualidad la Porciúncula esta edificada sobre estos terrenos.
            Su desprendimiento era total “Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, dale, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames… Si alguno viene donde mí y no odia… hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío… Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará» (Lc 6,29-30; 14,26; 9,24). Francisco dijo a un hermano sobre la pobreza “Si no puedes atender de otro modo a los que vienen, quita los atavíos y las variadas galas de la Virgen y véndelos. Créeme: la Virgen verá más a gusto observado el Evangelio de su Hijo y despojado su altar, que adornado su altar y despreciado su Hijo. El Señor enviará quien restituya a la Madre lo que ella nos ha prestado» (2 Cel 67; LM 7,4). Con la pobreza llega a lo sumo: “Yo no quiero ser ladrón, y por hurto se nos imputaría, si no diésemos la capa al más necesitado”. Con la pobreza llega a las últimas consecuencias, siguiendo a Jesús: “No llevéis oro ni plata, no os preocupéis del día de mañana”
            Francisco anatematiza el manejo del dinero, hasta el extremo que no quería que le dieran dinero, para no manchar sus manos con el vil metal. Vive de la mendicidad y de trabajo de los hermanos. No acapara para mañana, sino que vive al día. Renuncia a que la Orden posea bienes, porque Cristo no había tenido ni siquiera una piedra en donde reclinar su cabeza. Ante la insistencia  de los letrados de la Orden, de su Obispo e incluso a sugerencias del mismo Papa, siempre se negó a cambiar la regla.
            Tal es al Jesús que Francisco ama apasionadamente, el Jesús sufriendo por amor nuestro,  abandonado, humillado, empobrecido y despojado de todas las señales e insignias de su sabiduría, de su poder, de su realeza y de su divinidad. Este es el Jesús cuyos rasgos, se empeña él en reproducir. Y por eso la más estricta pobreza pasa a ser su virtud de predilección, precisamente porque por ella imitará mejor las humillaciones, el abandono y el despojo de Jesús Crucificado. El amor ha hecho perder a Francisco la nativa prudencia de hijo de mercader y lo ha entregado a la locura de la Cruz.

Francisco ama la pobreza solamente porque la pobreza había sido amada por Jesús, “porque Jesús se hizo pobre por nosotros en este mundo”, como dice en su segunda Regla (2 R 6,3). Tal es el verdadero móvil de su amor a la pobreza. Ya en la primera Regla había dicho: “Y cuando sea necesario, vayan por limosna. Y decía también que “más que los otros religiosos, nosotros debemos sentirnos obligados a imitar los ejemplos de pobreza del Hijo de Dios” (2 Cel 61), y que «la pobreza es virtud regia, pues ha brillado con tales resplandores en el Rey Jesús y en la Reina María» (2 Cel 200). Habiendo observado que, a pesar de haber sido la compañera familiar e inseparable del Hijo de Dios, el mundo la había rechazado, se resolvió a desposarse con ella por un perpetuo amor. Y, en efecto, se unió a la pobreza con una fidelidad inviolable; la miraba como la dama cuyo caballero era él, y la consideraba como la virtud que más amigos nos hace de Jesucristo (2 Cel 200), y como «el camino de la perfección, la prenda y arras de las riquezas eternas» (2 Cel 55), como “el fundamento de la Orden, sobre el cual se apoya primordialmente toda la estructura de la Religión; de suerte que, si se resquebrajara la base de la pobreza, sería totalmente destruido el edificio de la Orden” (LM 7,2). San Francisco hizo de la pobreza el blasón de su casa y familia.
        En un hombre tan apasionado como Francisco por el deseo de seguir paso a paso las huellas de Jesús podría parecer sorprendente esta adhesión tan ciega a una virtud que, al fin y al cabo, sólo nos despoja de los bienes materiales. Pero hay que tener en cuenta que Francisco daba a esta virtud una extensión mucho más amplia y profunda que la que de ordinario se le atribuye. Para él la pobreza evangélica no consiste solamente en la privación o mengua de los bienes terrenos y materiales, sino que personifica el espíritu del total renunciamiento de sí propio y de todas las riquezas, tanto materiales como inmateriales. La humildad, la obediencia, la sencillez y la castidad son en su pensamiento hermanas inseparables, o mejor aún, diversas formas de la pobreza.
         En un breve comentario al capítulo de las bienaventuranzas: Bienaventurados los pobres de espíritu (Mt 5,3), se expresa así: “Hay muchos que, perseverando en oraciones y oficios, hacen muchas abstinencias y mortificaciones corporales, pero, por una sola palabra que les parezca injuriosa para sus cuerpos o por alguna cosa que se les quite, escandalizados enseguida se perturban. Estos no son pobres de espíritu, porque quien es de verdad pobre de espíritu, se odia a sí mismo y ama a aquellos que lo golpean en la mejilla» (Adm 14). Decía también Francisco: «El que quiera llegar a la cumbre de la virtud de la pobreza debe renunciar no sólo a la prudencia del mundo, sino también -en cierto sentido- a la pericia de las letras, a fin de que, expropiado de tal posesión, pueda adentrarse en las obras del poder del Señor y entregarse desnudo en los brazos del Crucificado, pues nadie abandona perfectamente el siglo mientras en el fondo de su corazón se reserva para sí la bolsa de los propios afectos» (LM 7,2). Y añadía, por ejemplo: “Deja todo lo que posee y pierde su cuerpo el hombre que se ofrece a sí mismo todo entero a la obediencia en manos de su prelado (Adm 3).
        Examinadas a la luz de estos principios las alabanzas tributadas por Francisco a la pobreza, se hallan plenamente justificadas y se comprende asimismo cómo la pobreza es en verdad "el camino de la perfección", puesto que se confunde con el renunciamiento, sin el cual son imposibles tanto la vida sobrenatural como la perfección cristiana.
           Convencido por esta idea, San Francisco llega hasta prohibir que sus frailes soliciten privilegios, los cuales pudieran ponerlos al abrigo de las tribulaciones, afrentas y sufrimientos que constantemente acechan a los pobres. Y por idéntica razón envió por primera vez los Frailes Menores a España, Francia y Alemania sin cartas de recomendación.
          ¿Imprevisión?... Sí: imprevisión querida, deliberada, prevista, si así decirse puede. Cierto, Francisco no podía menos de prever las dificultades que sus enviados debían soportar, las humillaciones y los fracasos que les esperaban en países tan diferentes por sus costumbres, por su idioma y por su clima. Pero ¿acaso podía todo esto acobardar a quien había sostenido con Fray León el diálogo de la perfecta alegría, a quien al recibir la noticia del martirio de los cinco mártires de Marruecos había exclamado: “Ahora sí que puedo en verdad decir que tengo cinco verdaderos Hermanos Menores?
            Todo esto, así como la inestabilidad y lo precario de las fundaciones y la incertidumbre del día de mañana, ¿no formaba, por ventura, parte esencial de su programa, el cual no era el de fundar sólidos establecimientos, sino el de dar al mundo el desacostumbrado ejemplo de una realización integral del Evangelio que se extendiera hasta la heroicidad de la paciencia en la desnudez, humillaciones y sufrimientos?
Y es lo cierto que no se ha comprendido absolutamente nada de la espiritualidad del amable y dulce San Francisco, de su carácter y de su obra, mientras no se haya alcanzado a penetrar este punto heroico de vista: “Y todos los hermanos, dondequiera que estén, recuerden que ellos se dieron y que cedieron sus cuerpos al Señor Jesucristo. Y por su amor deben exponerse a los enemigos, tanto visibles como invisibles; porque dice el Señor: El que pierda su alma por mi causa, la salvará para la vida eterna. Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos... Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres y os maldigan... No temáis a aquellos que matan el cuerpo...”

 Todos estos textos, reunidos en el capítulo 16 de la primera Regla, sus exhortaciones a la alegría en medio de las penas, angustias y tribulaciones del alma y del cuerpo (1 R 17), al amor de quienes colman de malos tratamientos a los frailes (1 R 22) y su Admonición sobre la imitación del Señor que dice: “Consideremos todos los hermanos al Buen Pastor, que por salvar a sus ovejas sufrió la pasión de la cruz. Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en la vergüenza y el hambre, en la enfermedad y la tentación, y en las demás cosas...” (Adm 6); todas estas razones, repetimos, dicen bien a las claras que Francisco no podía de ningún modo consentir en que se solicitaran privilegios para evitar las persecuciones que debían dar la última mano a la semejanza del Fraile Menor con Jesucristo, y a las cuales, lo mismo que a la santa pobreza, está prometido el reino de los cielos (Mt 5,3-12).
Muchos decían que se trataba de un ideal superior a las fuerzas humanas, y que se sobrepasan los límites de lo razonable...! ¡Verdaderamente alguno, añadirá, que Francisco es un exagerado que no sabe de la discreción ni de la moderación, que tuvieron otros santos. Pero solamente pueden hablar así de él y censurarle los que no le comprenden, aquellos para quienes el amor de caridad pide ser tan sabiamente ordenado y tan discretamente calculado que, al fin de cuentas, no viene a ser sino algo así como una fuente tranquila, un fuego que yace debajo de la ceniza. Y el Pobrecillo de Asís amaba locamente a Cristo; su locura era una profunda sabiduría, y sus excesos y exageraciones, la verdadera medida y discreción, porque la medida de amar a Dios consiste en amarlo sin medida. El amor ignora con frecuencia el modo, y se enciende sobre toda medida; desea más de lo que puede realizar y nada juzga imposible..
Nada hay, pues, menos literal en el sentido estricto de la palabra que las ideas de San Francisco sobre la pobreza y la caridad. Su singular predilección por estas dos virtudes no está exenta de la ley general que constituye al amor a Jesús Crucificado en razón última de todos sus actos. La obsesión por la pobreza para él era una obsesión. El no criticaba que otros tuvieran una concepción distinta, pero repetía una y otra vez que Cristo así se lo había pedido.

 

Resumen.- El ideal de la vida espiritual propio de San Francisco consiste en la conquista de la imitación de Cristo, centro de toda la creación; imitación llevada a la identidad más perfecta posible de pensamientos, sentimientos y acciones. Este ideal, que se resume y sintetiza en la más absoluta pobreza y en la caridad más liberal y generosa, nace de un amor personal y apasionado a Jesús Crucificado, y este amor radica a su vez en la habitual contemplación del misterio de la Cruz.
            El amor. Cristo encarnado. Cristo muerto

       La encarnación: ” Tenía tan presente en su memoria -dice Celano- la humildad de la Encarnación y la caridad de la Pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa” (1 Cel 84). Y es que la Cruz que acompaña al Salvador desde Belén al Calvario sintetiza a los ojos de Francisco todo el misterio de Jesús. Ella es el objeto habitual de su contemplación (2 Cel 85), el pensamiento dominante de su piedad, la chispa que incesantemente mantiene viva la llama del amor. Decía Fray L, León: ¡Símbolo sorprendente de las luminosas claridades que la Cruz derramaba en el alma de Francisco sobre las realidades invisibles de la fe y las maravillas de la creación! La pasión de Jesús es como eje de su vida”
           Oh, cristianísimo varón -exclama San Buenaventura, que en su vida trató de configurarse en todo con Cristo viviente, que en su muerte quiso asemejarse a Cristo moribundo y que después de su muerte se pareció a Cristo muerto! ¡Bien mereció ser honrado con una tal explícita semejanza!” Imposible es explicar con palabras su devoción a la Cruz” (2 Cel 203). Desde el día, en que a los comienzos de su conversión, fue sacudido por  la conmovedora visión de Jesús Crucificado, que  le convidó con palabras de exquisita dulcedumbre a seguir el áspero camino del propio renunciamiento.  (cf. 1 Cel 7; 2 Cel 9; LM 1,5) Desde el día en que la voz del Crucifijo de San Damián renovó con tanta confianza y ternura su llamamiento, la más viva compasión se apoderó de su alma y, como piadosamente puede creerse, los estigmas de la Pasión divina se imprimieron misteriosamente en su corazón, aun cuando ningún signo externo apareciera en su carne (2 Cel 10). Entonces le fue tan plenamente revelado el grande y admirable misterio de la Cruz, que a partir de aquel momento toda su vida siguió los misterios de Cristo, no gustó sino las dulzuras de la Cruz, no predicó sino las glorias y los triunfos de la Cruz (LM 13,10). La única senda, dice en otra parte San Buenaventura, seguida por San Francisco, fue la de un ardentísimo amor a Jesús Crucificado (Itinerarium, Prol.). Desde entonces, además, le acontecía no poder contener los sollozos y las lágrimas, cual si tuviera siempre fija ante sus ojos la Pasión del Salvador (2 Cel 11); en su honor compuso el Oficio que también Santa Clara se deleitaba en recitar. En sus transportes de júbilo espiritual cantaba en francés las alabanzas del Señor, y todo su alborozo convertíase luego en abundantes lágrimas de compasión hacia Jesús (2 Cel 127).
          El célebre capítulo de la "Perfecta Alegría", cuya inspiración bebió sin duda el autor de las Florecillas, en la Admonición V de San Francisco, tan saboreado y tan poco comprendido, pues de ordinario no se ve en él más que una deliciosa página literaria, cuando en realidad es una elocuente lección de amor a la Cruz, termina con estas palabras de San Pablo, que han pasado a ser el mote y divisa de la Orden Franciscana: En cuanto a mí ¡Dios me libre gloriarme si nos es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo! (Gál 6,14).
           A quien dijere que estos textos y tantos otros que pudieran alegarse (1 Cel 71, 115; 2 Cel 211; 3 Cel 2), son meras amplificaciones oratorias, le bastaría considerar el milagro de las Llagas para convencerse de lo contrario. Porque ¿acaso un privilegio tan singular podía concederse a quien no estuviera profundamente conmovido por el asiduo recuerdo de la Pasión? (2 Cel 109). Este recuerdo es en Francisco algo así como una idea fija, pero de ningún modo morbosa, ya que no permanece aislada y estéril en su espíritu, repeliendo y borrando toda otra idea del campo de su conciencia. Es más bien como un foco de luz en el que se concentran todas las grandes verdades de la fe. Todas las consideraciones que por sí solas pueden mover a las almas cristianas, como son: el conocimiento de Dios y de la propia bajeza, la filial confianza en Dios y la desconfianza en sí mismo, los beneficios divinos y el amor de Dios para con nosotros, el precio del alma humana, los novísimos, la gravedad del pecado, la vanidad del mundo, la solidaridad, el esfuerzo etc., San Francisco las halla más vivas e impresionantes en el solo pensamiento de Jesús Crucificado. Ni hay por qué maravillarse, dice el Seráfico Doctor, de que este Santo haya recibido la inteligencia de las Sagradas Escrituras, puesto que por una perfecta imitación de Cristo manifestaba con sus actos su verdad y llevaba al autor de ellas en su corazón (LM 11,2). Al través de la Humanidad del Hijo de Dios descubría la soberana bondad y el soberano poder, la sabiduría y misericordia infinitas, y su alma se desahogaba en efusiones de amor y alabanza, de las que tenemos un magnífico ejemplo en el capítulo último de la primera regla de los Frailes Menores (1 R 23).
            El amor de Jesús Crucificado llevaba consigo al corazón de Francisco al amor a Jesús presente en la Eucaristía -que tan distinguido lugar ocupa en su piedad- y el amor a todo cuanto se refería a Jesús, a todo lo que había amado Jesús: la Virgen, los Apóstoles, los Santos, los sacerdotes, la Iglesia, la salvación de las almas, los leprosos, los pobres (cf. 2 Cel 196-203). La simplicidad de su mirada no excluía, pues, la riqueza y abundancia de ideas y pensamientos.
           Nos cuenta una leyenda que, caminando un día Fray León con San Francisco, vio ante el rostro del Seráfico Padre un crucifijo de encantadora belleza, que le precedía a dondequiera que fuese, parándose cuando él paraba, adelantándose cuando él se adelantaba. Su brillo y resplandor eran tan refulgentes, que, reflejada su luz en el rostro de Francisco, transformaba todas las cosas circunvecinas a los ojos de Fray León. ¡Símbolo sorprendente de las luminosas claridades que la Cruz derramaba en el alma de Francisco sobre las realidades invisibles de la fe y las maravillas de la creación!

          Concluyamos, pues, que la habitual contemplación de la Cruz y el amor a Jesús Crucificado -fuente del ideal de una perfecta imitación de Cristo- son el pensamiento dominante y el sentimiento principal de la espiritualidad franciscana. No obstante no hay que separarlo, del inicio de su vida que empieza en misterio de la encarnación, en la que Cristo se humaniza, no sólo para morir en la cruz, sino para vivir con nosotros, compartir nuestras miserias y enseñarnos un nuevo camino, un nuevo ideal de vida, que es el que Francisco va a plasmar en su vida, siendo un evangelio viviendo. Jesús fue el hombre universal. Francisco el hombre, que siguiendo los pasos de Jesús, viene  a proclamar una fraternidad universal

La piedad de San Francisco es la sublime piedad de los simples y humildes, que el autor de la Imitación define con estas palabras: «Si eres incapaz de especular y contemplar los más profundos misterios, descansa en la Pasión de Jesús y mora de buen grado en sus sacrosantas llagas» (Libro III, c. 1). Que la Pasión de Cristo fue el gran atractivo de las almas devotas durante toda la Edad Media, es una verdad incontestable: «¡Oh, Señor! -exclamaba San Bernardo-, ¿en dónde podrá mi alma hallar consuelo después de haberte visto a Ti suspendido de una cruz?». «Fuera de Jesús -continuaba diciendo-, no hay cosa que me interese; sin Él, la vida carece de sentido. Mi mirada le busca en todas partes, y en todas las cosas le descubre. Y qué, ¿podría por ventura suceder de otra manera?». Y ya antes había dicho San Agustín: “Que Aquel que por vosotros fue clavado en una cruz, permanezca siempre fijo en vuestros corazones”.
         Todo esto es muy cierto; sin embargo, parece ser que desde los días de San Pablo no ha habido santo alguno que más continua y ardorosamente haya contemplado el misterio de la Cruz y haya sido más profundamente conmovido por él, hasta el punto de llevar en su carne los estigmas visibles, ni quien haya llevado más lejos las consecuencias prácticas que de él se derivan como San Francisco de Asís. 

     Imitación de Cristo

Seguirle con todo su corazón. Jesús para él era el Señor. Lo sentía tan cerca por la fe, como si lo tuviera a dos pasos y deseaba vivamente transformarse en él. Jesús era el anagrama de su vida y la razón última de su vida. “Tenía tan presente en su memoria -dice Celano- la humildad de la Encarnación y la caridad de la Pasión, que difícilmente quería pensar en otra cosa”. (1 Cel 84). Y es que la Cruz que acompaña al Salvador desde Belén al Calvario sintetiza a los ojos de Francisco todo el misterio de Jesús. Ella es el objeto habitual de su contemplación (2 Cel 85), el pensamiento dominante de su piedad, la chispa que incesantemente mantiene viva la llama del amor. . “Bien lo saben cuántos hermanos convivieron con él: Que a diario, que de continuo traía en sus labios la conversación sobre Jesús; qué dulce y suave era su diálogo; qué coloquio más tierno y amoroso mantenía. De la abundancia del corazón hablaba su boca, y la fuente de amor iluminado que llenaba todas sus entrañas, bullendo saltaba fuera. ¡Qué intimidades las suyas con Jesús! Jesús en el corazón, Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos, Jesús presente siempre en todos sus miembros. ¡Oh, cuántas veces, estando a la mesa, olvidaba la comida corporal al oír el nombre de Jesús, al mencionarlo o al pensar en él!” Su pensamiento se identificada con San Pablo: Vivir con Él, por Él y para Él.
         La caridad fraterna.

         Vivían como auténticos hermanos, cuenta Celano: ”Cuando por la tarde volvían del trabajo los hermanos y tornaban a reunirse, o cuando a lo largo de la jornada les acontecía encontrarse en el camino, les brillaban los ojos de pura alegría, se daban castos abrazos, se decían palabras llenas de santa dulzura, con sonrisas modestas, con miradas afectuosas y tiernamente recogidas. Habiendo dejado todo linaje de amor propio, sólo pensaban en prestarse mutuo auxilio y consuelo; no había para ellos gozo más intenso que volverse a ver, ni mayor amargura que tener que separarse. No se conocían entre ellos ni las disputas, ni la envidia, ni la desconfianza, ni el mal humor; todo era allí paz, unión, cánticos de loor y agradecimiento a la divina bondad. Nunca o muy raras veces interrumpían la alabanza de Dios y la oración, ni cesaban de dar gracias a Dios por todo el bien que les permitía hacer; se afligían por todo el mal que obraban o por las imperfecciones que cometían. Cuando a sus corazones faltaba la dulcedumbre del Espíritu Santo, se creían abandonados de Dios”.
.           «Si la madre -dice en la Regla- cuida y ama a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno amar y cuidar a su hermano espiritual?» (2 R 6; 1 R 9; Rer). Él, por su parte, para con todos se muestra manso y humilde, y se acomoda fácilmente al modo de ser de cada uno. “El que era el más santo entre los santos, aparecía como uno más entre los pecadores” (1 Cel 83). Para con estos últimos quería que se usara siempre de grande misericordia. “Ámalos -escribía a un Ministro- más que a mí, para que los atraigas al Señor; y ten siempre misericordia de tales hermanos”. Nada hay más tierno y conmovedor que esta frase, si no es la esquela escrita a Fray León para consolarle en sus penas y animarle en sus desalientos: “Así te digo, hijo mío, como una madre, que todo lo que hemos hablado en el camino, brevemente lo resumo y aconsejo en estas palabras, y si después tú necesitas venir a mí por consejo, pues así te aconsejo: Cualquiera que sea el modo que mejor te parezca de agradar al Señor Dios y seguir sus huellas y pobreza, hazlo con la bendición del Señor Dios y con mi obediencia. Y si te es necesario en cuanto a tu alma, para mayor consuelo tuyo, y quieres, León, venir a mí, ven”·

          Pocos santos hay que hayan vivido tanto en Dios y para Dios como Francisco, y, sin embargo, pocos se han interesado tanto ni con tanta ternura, indulgencia y compasión como él por las miserias físicas o morales del género humano, no sólo de los amigos o compatriotas, mas también por los desconocidos y hasta por el vagabundo, abandonado y despreciado de todos (2 Cel 22, 83-92, 175-177). “Cualquiera que venga a nuestros frailes -escribe en la primera Regla-, amigo o adversario, ladrón o bandolero, sea recibido benignamente» (1 R 7). Y más adelante: “Nuestro Señor Jesucristo, cuyas huellas debemos seguir, llamó amigo a quien lo traicionaba y se ofreció espontáneamente a quienes lo crucificaron. Por lo tanto, son amigos nuestros todos aquellos que injustamente nos acarrean tribulaciones y angustias, afrentas e injurias, dolores y tormentos, martirio y muerte; a los cuales debemos amar mucho, porque, por lo que nos acarrean, tenemos la vida eterna» (1 R 22). La conversión de los tres salteadores de Monte Casale es una ilustración conmovedora de este precepto y de la manera generosa y liberal, verdaderamente cristiana, cómo San Francisco entendía el mandamiento del amor (cf. Florecillas 26).
            Su compasión para con los leprosos toca los límites de la más exquisita delicadeza; no duda comer en la misma escudilla que uno de ellos para reparar un sinsabor que con una palabra suya hubiera podido causarle (LP 64). Para calmar el odio y el deseo de venganza que ruge en el corazón de un pobre campesino, sublevado contra las injusticias de su señor, emplea las palabras más dulces y afectuosas, comparte su dolor y le regala el manto (2 Cel 89).
        
        Sencillez y simplicidad

            Era tan delicada la honradez de San Francisco, que instintivamente sentía un violento horror por la hipocresía (2 Cel 130-132), y exigía, por ende, una armonía perfecta entre el alma y el cuerpo, la vida interior y exterior, los pensamientos y las acciones, la teoría y la práctica, las palabras y la vivencia. Lector atento del Evangelio, no había palabras en el libro santo que carecieran de sentido para él. Los consejos de Jesús: Padre nuestro que estás en los cielos... Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón... Amad a vuestros enemigos... Bienaventurados los pobres, los mansos, los pacíficos, los que padecen persecución... Sed sencillos, etc., no pasaban desapercibidos a San Francisco; se esforzaba por comprenderlos tan exactamente como habían sido pronunciados por su Maestro; los engastaba en su corazón, los interpretaba y traducía en la vida práctica con un rigor, casi literal, que no provenían ciertamente de poquedad y estrechez de espíritu, sino más bien de una ansia de no menguar el  espíritu evangélico, que por corrección y prudencia humana los hombres muchas veces bajamos. El heroísmo de su amor reducía al mínimum la parte de la naturaleza y sus inclinaciones, para exaltar la influencia del la gracia divina y a la caridad sobre todos los diques de la humana prudencia (LM 9,4).
        
           La ciencia mata
          
           Opinión de fray Gil al fundar los franciscanos un colegio universitario en Paris con el espíritu de san francisco. Fray Gil, en particular, la combatió con tesón, infatigable, mofándose continuamente, con sarcasmos en extremo picantes, de aquellos frailes menores sabios, que le parecían hijos falsos del padre San Francisco. Pensad que muchos hombres sabios siguieron a san Francisco, dejándolo dodo. Repito el texto citado anteriormente en en otro contexto.  “Hay gran diferencia -solía decir- entre la oveja que bala y la que pace: la misma que entre el que predica y el que obra. La una, balando, no sirve a nadie; la otra, con pacer, se beneficia a sí mismo por lo menos. Igual diferencia media entre un fraile menor que predica y otro que ora y trabaja. Mil y mil veces más vale instruirse uno a sí mismo en el ejercicio de una vida santa, que no pretender ilustrar al mundo entero.”
          
               Un biógrafo de san Francisco descubre su pensamiento sobre la ciencia de esta forma: “Bien sabía él que más vale, infinitamente más, postrarse en oración delante de Dios, en la soledad de una gruta o de una ermita, allá arriba en la montaña, que no subir a una cátedra con el alma llena de vanidad ante la idea de la fama de sí mismo.Francisco dirigiéndose al cardenal Hugolino, que quería convencerle de que sus frailes se dedicaran al estudio y la ciencia. Les dijo, en su presencia, a los hermanos: “Hermanos míos, hermanos míos: Dios me ha llamado por el camino de sencillez y de humildad y me ha manifestado que éste es el verdadero camino para mí y para cuantos quieren creer en mi palabra e imitarme. Por eso, no quiero que me mentéis regla alguna, ni de San Benito, ni de San Agustín, ni de San Bernardo, ni otro camino o forma de vida fuera de aquella que el Señor misericordiosamente me mostró y me dio. Y me dijo el Señor que quería que fuera yo un nuevo loco en este mundo; y no quiso conducirnos por otro camino que el de esta ciencia. Más, por vuestra ciencia y sabiduría, Dios os confundirá. Y yo espero que el Señor, por medio de sus verdugos, os dará su castigo, y entonces, queráis o no, retornaréis con afrenta a vuestro estado» (EP 68)

          Condena por malsana la curiosidad por saber: “Le dolía mucho a Francisco que, pospuesta la virtud, se buscase la ciencia que hincha, máxime si cada cual no permanecía en la vocación en que había sido llamado desde el principio. Y decía: “Los hermanos que se dejan arrastrar por la curiosidad del saber, se encontrarán con las manos vacías en tiempo de tribulaciones. Por eso, los quiero muy fuertes en la virtud, para que, cuando venga el día de la tribulación, tengan al Señor durante la prueba. Porque la tribulación ha de venir, y entonces los libros para nada servirán, y los tirarán a las ventanas y a rincones ocultos”

           Por esto da a un hermano lego estos consejos: “Hermano, también yo he tenido tentaciones de tener libros; mas para conocer la voluntad de Dios acerca de esto tomé el libro de los evangelios del Señor y le rogué que, al abrirlo por primera vez, me manifestara su voluntad. Hecha mi súplica y abierto el libro, me salió este pasaje del santo Evangelio: A vosotros os ha sido dado conocer los misterios del reino de Dios; a los demás sólo en parábolas (Lc. 8,9-10).
         
          Legó a decir, tal vez de una manera rotunda para nuestra concepción actual: “No hay por qué desvivirse por adquirir libros y ciencia, sino por hacer obras virtuosas, porque la ciencia hincha y la caridad edifica (1 Cor 8,1).Francisco estaba tan obsesionado por Cristo que dijo a un fraile: “No necesito  muchas cosas, hijo; sólo a Cristo pobre y crucificado. “Es bueno recurrir a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellas al Señor Dios nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; conozco Cristo pobre y crucificado” (2 Cel 105). Un pensamiento le perseguía siempre: la mejor predicación consiste en el buen ejemplo personal.

          Hizo ver a los suyos que él no despreciaba la ciencia. El quería sed un testigo más que un teólogo, un hombre que vive el evangelio, que es la mejor predicación; “A todos los teólogos y a los que nos administran las palabras divinas debemos honrar y tener en veneración, como a quienes nos administran espíritu y vida.” Los hijos de la primera hornada de la orden, estaban muy preocupados por este tema. Jacopone de Todi, uno de los más genuinos hijos del santo, decía: ¡Maldito París, que has destruido Asís!. En el mismo sentido decía Fray Gil:¡Nuestro bajel hace agua; vamos al naufragio; sálvese quien pueda! ¡París, París, tú arruinas la Orden de San Francisco!”
  
         Esta radicalidad de Francisco ante la pobreza y la ciencia, fue muy criticada en ciertos sectores de la Iglesia, ya que consideraban que era mejor el camino seguido por santo Domingo. Incluso el cardenal Hugolino, que después sería Papa así lo pensaba. Francisco dirigiéndose a sus hermanos, en presencia del Cardenal Hugolino, que quería seguir el ejemplo de los Dominios en el estudio, le dijo: “Hermanos míos: Dios me ha llamado por el camino de sencillez y de humildad y me ha manifestado que éste es el verdadero camino para mí y para cuantos quieren creer en mi palabra e imitarme. Por eso, no quiero que me mentéis regla alguna, ni de San Benito, ni de San Agustín, ni de San Bernardo, ni otro camino o forma de vida fuera de aquella que el Señor misericordiosamente me mostró y me dio. Y me dijo el Señor que quería que fuera yo un nuevo loco en este mundo; y no quiso conducirnos por otro camino que el de esta ciencia. Mas, por vuestra ciencia y sabiduría, Dios os confundirá. Y yo espero que el Señor, por medio de sus verdugos, os dará su castigo, y entonces, queráis o no, retornaréis con afrenta a vuestro estado» (EP 68).
        
            El hermano Gil decía a san Buenaventura, ya ministro general de la orden, y que era uno de los que había optado por la ciencia, con mucha ironía, que el inocente santo no entendió bien: “¡Cuantas gracias os ha concedido Dios! Pero ¿qué podemos hacer para salvarnos, los simples y sin letras? ¿Si Dios no concediera al hombre otra gracia más que la de poder amarle, le bastaría?, Si, contestó, San Buenaventura. Pero replica el hermano, ¿Puede un hombre simple amar a Dios tanto como un doctor ilustre?.Por supuesto, contesta el santo. Una pobre viejecita puede amar a Dios tanto como un doctor en teología. Y Fray Gil, arrebatado por fervor, comienza a gritar: Alégrate, pobre viejecita analfabeta, que puedes amar a Dios tanto como un doctor en teología”.
           
            «La letra mata y el espíritu vivifica», decía que son muertos por la letra quienes desean estudiar las divinas Escrituras únicamente por parecer más sabios y explicarlas a los otros, pero sin preocuparse de asimilarse su espíritu (Adm 7). No podía entretenerse en coleccionar sublimes pensamientos y complacerse tranquilamente en su hermosura. Era dueño de esa elevada sabiduría que no perfecciona sólo la inteligencia con el conocimiento teórico de las verdades, sino que saborea además lo que conoce, que conoce porque ama y para mejor amar, que tanto y tanto más profundamente conoce cuanto más virtuosamente obra. La ciencia es una realidad y un valor sólo en la proporción que es una luz y una fuerza para obrar. «Tanto sabe el hombre -decía él- cuanto obra; y tanto sabe orar un religioso, cuanto practica» (LP 105). Tal es uno de los aforismos más verdaderos y más profundos de este hombre sencillo. Su fiel discípulo, Fray Gil, complacíase en repetir que «no se hace nunca tanto como se cree»; pero San Francisco sentía la imperiosa necesidad de obrar cuanto su fe le dictaba. Era a sus ojos una falta de rectitud y lealtad el predicar a los otros una verdad antes de aplicarla a sí mismo, dando con su conducta un continuo mentís a las sublimes concepciones de su inteligencia o a las conmovedoras exhortaciones de sus labios.

           Además de la armonía entre los pensamientos y las acciones, la teoría y la práctica, la lealtad de Francisco exige también la actividad, es decir, que le hace pronto y generoso en la acción: no sufre dilación en el cumplimiento de sus promesas ni demora en la ejecución de los consejos del Salvador, que le habla desde lo alto de la Cruz o desde el Santo Evangelio. Es tal su carácter, que no puede descansar, y sufre en tanto no ve ejecutado lo que su mente ha concebido (1 Cel 6). Por donde se ve que, siendo idealista y místico, es al propio tiempo un gran hombre de acción. No se contenta con deseos ni veleidades, ni promesas, ni aun con algún que otro movimiento inicial. Al contrario, no satisfecho nunca de los resultados adquiridos, mira siempre adelante, anhela siempre nuevos progresos y aspira siempre a la inmolación cada vez más perfecta de sí mismo.

La actividad y el ardor que antes revelara en el desempeño del negocio de su padre, en los juegos y diversiones y en aventuras belicosas, los emplea ahora en el servicio de Dios. Desde el momento en que, abdicadas las cosas caducas y perecederas de 1a tierra, se unió en íntimo abrazo con el Señor, jamás permitió que una parte de su tiempo se perdiera. Y a pesar de haber ya depositado en los tesoros de Dios muy abundantes méritos, sentíase siempre -cual si fuera un novicio- con nuevos bríos y más puntual en los ejercicios espirituales: «siempre con el mismo ánimo que al principio, cada vez más dispuesto a ejercitarse en las cosas del espíritu», considerando que es volver atrás el no caminar siempre adelante (2 Cel 159; LM 5,1).
          No hay prueba mayor de amor, ha dicho el Divino Maestro, que la de dar la vida por aquel a quien se ama. Tres veces intentó Francisco dar esta prueba suprema de amor y tres veces fracasó en su intento; pero nada disminuyó por ello su celo, antes no cesó nunca de desear con renovado ardor cuanto podía ser más agradable al Rey eterno, de buscar con curiosidad de qué manera y por qué medios o deseos podía unirse más perfecta e íntimamente con Dios (1 Cel 91).
             
           Enjoyado con los cinco rubíes de las llagas, consumado en gracia delante de Dios, y de todos venerado, soñaba aún en comenzar obras más perfectas y planeaba grandiosos proyectos: volver a la humildad de los primeros días de su conversión, consagrarse de nuevo al servicio de los leprosos... “Comencemos, hermanos -decía-, a servir al Señor Dios, pues escaso es o poco lo que hemos adelantado» (1 Cel 103). Ni aun al fin de su vida, destrozado ya todo su cuerpo por la penitencia y la mortificación, suspendió la marcha ascendente hacia la perfección ni aflojó el rigor de la disciplina (2 Cel 210). Y yo trabajaba con mis manos -dice en su Testamento-, y quiero trabajar aún. No parece sino que su alma se hacía cada día más activa, más alerta y más alegre, a medida que su cuerpo se sentía más débil y agobiado” (1 Cel 98).

La himilldad y sencillez:
             La humildad de san Francisco: “Se hallaba Francisco en el lugar de la Porciúncula con el hermano Maseo de Marignano, hombre de gran santidad y discreción y dotado de gracia para hablar de Dios; por ello lo amaba mucho Francisco. Un día, al volver Francisco del bosque, donde había ido a orar, el hermano Maseo quiso probar hasta dónde llegaba su humildad; le salió al encuentro y le dijo en tono de reproche: ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?  ¿Qué quieres decir con eso? -repuso San Francisco. Y el hermano Maseo: Me pregunto ¿por qué todo el mundo va detrás de ti y no parece sino que todos pugnan por verte, oírte y obedecerte? Tú no eres hermoso de cuerpo, no sobresales por la ciencia, no eres noble, y entonces, ¿por qué todo el mundo va en pos de ti?
          
            Al oír esto, Francisco sintió una grande alegría de espíritu, y estuvo por largo espacio vuelto el rostro al cielo y elevada la mente en Dios; después, con gran fervor de espíritu, se dirigió al hermano Maseo y le dijo: – ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí viene todo el mundo? Esto me viene de los ojos del Dios altísimo, que miran en todas partes a buenos y malos, y esos ojos santísimos no han visto, entre los pecadores, ninguno más vil ni más inútil, ni más grande pecador que yo. Y como no ha hallado sobre la tierra otra criatura más vil para realizar la obra maravillosa que se había propuesto, me ha escogido a mí para confundir la nobleza, la grandeza, y la fortaleza, y la belleza, y la sabiduría del mundo, a fin de que quede patente que de Él, y no de creatura alguna, proviene toda virtud y todo bien, y nadie puede gloriarse en presencia de Él, sino que quien se gloría, ha de gloriarse en el Señor (1 Cor 27-31), a quien pertenece todo honor y toda gloria por siempre.
       
            El hermano Maseo, ante una respuesta tan humilde y dicha con tanto fervor, quedó lleno de asombro y comprobó con certeza que San Francisco estaba bien cimentado en la verdadera humildad”. Fue en virtud de una señaladísima prerrogativa de la gracia, pues no era simple por naturaleza (1 Cel 58), que el Pobrecillo de Asís alcanzase esa simplicidad que va derechamente a la esencia de la vida espiritual, esto es, a la imitación de Cristo, hallando de este modo el motivo más poderoso para realizarla, al propio tiempo que el verdadero medio para combatir todo afecto desordenado: el amor de Dios. A don tan singular lo había preparado la gracia; excitando en su alma una fe tan viva que la más ligera sombra de duda no logró nunca empañar, le había comunicado el más perfecto conocimiento de sí propio y le había colocado en la humilde postura del publicano que repite sin cesar la plegaria: «Señor, tened piedad de mí, pobre pecador» (1 Cel 26).
           
            Durante todo el curso de su vida conservó Francisco esta actitud de humildad. Mejor que nadie sabía él la parte y los méritos que a la voluntad humana competen en la perfección. Por experiencia propia sabía a qué heroicos esfuerzos debe obligarse y a qué sangrientas pruebas someterse. Con todo, jamás le vino al pensamiento la idea de que la victoria sobre sí mismo se debe atribuir al solo esfuerzo humano, por profundas que sean las consideraciones de la inteligencia y enérgicas las resoluciones de la voluntad. ¡Conocía demasiado bien la debilidad de nuestra naturaleza y la fuerza de su inclinación al mal! Penetrado como estaba de estas verdades, San Francisco no podía vanagloriarse de nada. “Considera, oh hombre -decía-, en cuán grande excelencia te ha puesto el Señor Dios, porque te creó y formó a imagen de su amado Hijo según el cuerpo, y a su semejanza según el espíritu. Y todas las criaturas que hay bajo el cielo, de por sí, sirven, conocen y obedecen a su Creador mejor que tú... ¿De qué, por consiguiente, puedes gloriarte? Pues, aunque fueras tan sutil y sabio que tuvieras toda la ciencia..., nada te pertenece, y no puedes en absoluto gloriarte de nada; por el contrario, en esto podemos gloriarnos: en nuestras enfermedades y en llevar a cuestas a diario la santa cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Adm 5).
           
              Ni la magnitud de las gracias recibidas, ni los prodigios por él obrados, ni la veneración de que las gentes le rodeaban, fueron parte para disminuir sus sentimientos de humildad; antes bien, mantuvieron siempre en su espíritu el temor de ser infiel o ingrato para con un Dios que tan bondadoso era con él. A quienes en vida le canonizaban solía responder: “No queráis alabarme como a quien está seguro; todavía puedo tener hijos e hijas». Y a sí mismo se decía: «Francisco, si un ladrón hubiera recibido del Altísimo tan grandes dones como tú, sería más agradecido que tú” (2 Cel 133; cf. 1 Cel 53 ss.; 2 Cel 123, 134, 140, 142; Florecillas 9)

             Prevenía a sus discípulos contra los ataques de la vanagloria, recordándoles a menudo “que se esfuercen por humillarse en todas las cosas, por no gloriarse ni gozarse en sí mismos ni ensalzarse interiormente por las palabras y obras buenas, más aún, por ningún bien, que Dios hace o dice y obra alguna vez en ellos y por medio de ellos... Y sepamos firmemente -añadía- que no nos pertenecen a nosotros sino los vicios y pecados” (1 R 17), “porque nosotros, por nuestra culpa, somos contrarios al bien, pero prontos y voluntariosos para el mal” (1 R 22). Con mayor vehemencia todavía, con todo el fuego y ardor de su alma, los exhortaba a ser siempre reconocidos a los beneficios divinos, a ajustar su conducta a las palabras y ejemplos de Jesucristo, a seguir sus huellas y a separar con energía de sus corazones cuanto pudiera apagar en ellos el fuego del amor divino.

La oración y contemplación

          San Francisco consideraba también la meditación y la oración como una gracia de capital importancia. Afirmaba que la gracia de la oración es sobre todo  deseable, y que sin ella es imposible dar un paso en el servicio divino. Todas las otras cosas y ocupaciones de este mundo, aun las más recomendables y dignas de loa, deben subordinarse a ella; todavía más: deben contribuir a conservar «el espíritu de la santa oración y devoción» (2 R 5; LM 11,1). Por causa de la oración no dudaba moderar sus austeridades corporales, él, que tan vigilante se mostraba en la mortificación de los sentidos.

           La oración constituía además toda su dicha y todo su consuelo; ella le transportaba cerca del Amado, del que sólo le separaba el quebradizo tabique de su cuerpo; ella era su refugio, y ninguna empresa acometía sin haber antes acudido a Dios y depositado en Él todos sus pensamientos; ella ocupaba todo su tiempo, por trabajosas que sus ocupaciones fueran, y a ella se dedicaba en cuerpo y alma" (1 Cel 71; 2 Cel 94; LM 10,1). “Así, hecho todo él no ya sólo orante, sino oración” (2 Cel 95). Para consagrarse a ella con mayor holgura buscaba ávidamente la soledad y el silencio y se abandonaba luego a todas las efusiones de su amor (2 Cel 95; LM 10,3). Tomás de Celano nos ha dejado escritas en sus Vidas las ingenuas industrias de que el Seráfico Padre se servía para fabricarse una soledad artificial y ocultar las visitas de la gracia (2 Cel 94 y 99).

           Después de  la oración daba humildemente gracias al Todopoderoso por los regalos, dulzuras y consuelos que, no obstante su indignidad, se había dignado otorgarle, y suplicábale se los guardara Él en depósito, “porque yo -decía- soy un ladrón de vuestros tesoros”. El razonamiento, el encadenamiento continuo y lógico de las ideas, parece ser que ocuparon un lugar muy limitado en su oración. Conforme a su naturaleza intuitiva, San Francisco pensaba -como dicen los psicólogos- más por contigüidad que por continuidad. Para hacer de todo su corazón un múltiple holocausto se presentaba bajo muy variados aspectos a Aquel que es soberanamente simple, y su alma se dirigía a Dios considerándolo como juez, como padre, como amigo o como esposo (2 Cel 95).

         Otras veces repetía sin cesar unas mismas palabras, cuyo sentido no llegaba nunca a agotar: “¡Dios mío y mi todo!... ¡Quién sois Vos, Señor, y quién soy yo, pobre gusanillo!... ¡Yo quisiera amaros!”.  Mas el objeto principal de sus místicas elevaciones e interiores coloquios era -como fácilmente se adivina- el objeto mismo de su pensamiento dominante: el misterio de la encarnación y de la  pasión de Jesús, que lo elevaba hacia las cumbres de la vida mística (2 Cel 98; LM 10,2).
         
          En posesión del amor de Dios por la sencillísima senda de 1a humildad, de la oración y de la contemplación habitual del misterio de la Cruz, por el cual se veía especialísimamente favorecida su alma, Francisco de Asís se adhiere deliberadamente a seguir e imitar a Jesús. Este fue -como ya dijimos- su ideal. Por eso él no siente la necesidad de buscar otros modelos ni quiere otro maestro en el camino de la perfección que Jesús, ni otro tratado de vida espiritual que el Santo Evangelio. “Y después que el Señor me dio hermanos -dice en su Testamento-, nadie me enseñaba lo que debía hacer, sino que el mismo Altísimo me reveló que debía vivir según la forma del Santo Evangelio”.

El santo joven de Asís, simple y poco versado en las letras humanas, desconoce los tratados y libros de espiritualidad, en los que los santos y doctores de los pasados siglos han acumulado los resultados de sus experiencias personales, expuestos por  la naturaleza de la perfección y descritos en sus diferentes grados. Y no sólo los ignoraba, pero -y no es ésta la menor de sus originalidades- ni parece haberse preocupado mucho por conocerlos. A quienes le recordaban los ejemplos de los antepasados (2 Cel 188) y proponían los viejos moldes de la vida religiosa, respondía escuetamente que él se atenía a lo que había recibido del Señor (LP 18). Tenía bastante con el Santo Evangelio (1 Cel 32; 2 Cel 216). ¿Y a qué tanto filosofar, discutir, calcular y analizar? ¿Acaso no le bastaba asimilarse el pensamiento de Jesús y hacer del espíritu de Jesús su propio espíritu?... Francisco no pide ningún comentario ni ninguna interpretación que pudieran acortar o restringir el alcance de las enseñanzas de su Maestro y adaptarlas así a su debilidad mediante una moderación que, con ser y todo muy razonable, sería al mismo tiempo irreconciliable con su amor sin medida. Contemplando en el Evangelio las acciones de Jesús, sabe de antemano e implícitamente todo cuanto los doctores enseñan. No se entretiene a escuchar la lectura de las Colaciones de Casiano ni a subir los peldaños de la Scala Paradisi de San Juan Clímaco, libros tan saboreados en la Edad Media. Y no es que San Francisco niegue la utilidad de estos arroyos que derraman la fertilidad en la Iglesia. Pero él prefiere ir derechamente a la fuente pura y al foco de toda santidad, sin pararse en los espejos que reflejan su luz.
           No necesita aprender de ningún maestro cuáles son los grados de la humildad, de la paciencia, de la obediencia, etc., puesto que ve hasta qué grado Jesús las ha practicado. ¿Y acaso su corazón no le impulsaba a buscar únicamente la mayor semejanza posible con Él, sin preocuparse demasiado de lo que han dicho o hecho los santos de las edades pasadas? Esto no quiere decir que los menospreciara, antes bien, los respetaba y veneraba sus reliquias. Pero convengamos en que, después de todo, sus doctrinas, por luminosas que sean, distan mucho de igualar a las del Divino Maestro. Gustoso hubiera suscrito el Pobrecillo estas palabras del autor de la Imitación: «La doctrina de Jesucristo es más excelente que la de los santos. Me Aburro a veces de leer y oír tantas cosas. En Vos, Señor, encuentro todo cuanto quiero y deseo. Cállense todos los doctores; guarden silencio ante Vos todas las criaturas y habladme Vos solo” (Lib. I, cc. 1 y 3).

 Por otra parte, suyas son estas palabras dirigidas en cierta ocasión a un hermano que para consolarle en sus aflicciones quería leerle las Sagradas Escrituras: “Es bueno recurrir a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar en ellas al Señor Dios nuestro; pero estoy ya tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo pobre y crucificado” (2 Cel 105).
          Por lo anteriormente dicho se ve que San Francisco excluye todo maestro, guía o modelo que no sea Jesús; pero no excluye la vigilancia, el control o la aprobación de la Iglesia, antes la solicita con docilidad, consultando sucesivamente al humilde sacerdote de San Damián, al Obispo de Asís, al Cardenal Juan de San Pablo, a Inocencio III, al Cardenal Hugolino, a Honorio III y tantos otros personajes venerables que le rodean y asisten con sus consejos.
       
           San Francisco no estaba exento del combate espiritual ni de una vigilancia continua sobre vicios e imperfecciones. Él los discierne a maravilla (1 Cel 51), y la lucha entablada contra ellos dura tanto cuanto su vida. Largas y dolorosas fueron las tentaciones que tuvo que sufrir (2 Cel 115; LM 10,3). Los demonios le atormentaban de mil diversas maneras, mas él los ponía en fuga sólo con decir que ellos eran los enviados de la justicia divina para ayudarle a tomar venganza de su cuerpo (2 Cel 120 y 122). Pero más formidable que los demonios le parecía la carne, que él consideraba como el mayor enemigo del hombre (2 Cel 21, 116, 134; 1 R 10, 17, 22). Insistía a menudo sobre esta idea y de ella sacaba consecuencias prácticas, como ayunos frecuentes y rigurosísimas penitencias (LM 5; 2 Cel 21-22), que aseguraron a su alma un dominio indiscutible sobre el cuerpo (1 Cel 97). Pero San Francisco no soñaba en desarraigar los vicios uno a uno para plantar en su lugar una a una las virtudes. La floración de éstas y la extirpación de aquellos se obraba en su alma simultáneamente, y las diversas operaciones de las vías purgativa, iluminativa y unitiva, que el análisis psicológico distingue en el trabajo de la perfección cristiana, las cumplía él con facilidad y alegría de una manera sintética por el solo hecho de buscar únicamente la semejanza con Cristo, de obrar sólo por amor y de que el total renunciamiento de la pobreza, desasiéndolo de todo, le colocaba inmediatamente en el estado de alma, esencial para salir victorioso en los combates.
         
             Resumen.- De suerte que el amor de Dios no es solamente el término y la corona de la espiritualidad de San Francisco, sino también el principio y la base de la misma; no es solamente el resultado, el fruto y la recompensa de la victoria lograda sobre sí: es, ante todo y sobre todo, su instrumento. De la vida espiritual de San Francisco de Asís, obra maestra de la gracia divina y triunfo del amor de Dios, se desprende con una claridad y un relieve más sorprendente tal vez que en la de ningún otro santo, esta espiritualidad simplicísima que atribuye a la gracia -y a la oración que nos la obtiene- el puesto principal en la labor de la perfección; que reduce todas las operaciones de la vida interior y toda la estrategia sabia y complicada entre vicios y virtudes a un solo acto, la conquista de la más perfecta semejanza y de la más íntima unión con Cristo por un solo motivo -el más poderoso-: el amor de Dios, y que, finalmente, exige una sola condición para adquirir el amor de Dios, a saber, la plegaria humilde en la meditación habitual de la Pasión de Jesucristo
        
La alegría franciscana

           San Bernardo: “Quien ama a la vida no es el libertino, sino el monje, porque este último busca lo absoluto”. San Francisco decía: “Cuando el alma anda triste, sola y atribulada, más fácilmente se vuelve hacia los consuelos exteriores y los placeres vanos del mundo. Por eso no se cansaba de inculcar las palabras del Apóstol: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad legres» (Flp 4,4)….La “la alegría espiritual trae su origen de la pureza del corazón y se adquiere por la devota oración”.
         ¿En qué consiste la verdadera alegría?: Caminando luego un poco más, San Francisco gritó con fuerza: ¡Oh hermano León!: aunque el hermano menor llegara a saber todas las lenguas, y todas las ciencias, y todas las Escrituras, hasta poder profetizar y revelar no sólo las cosas futuras, sino aun los secretos de las conciencias y de las almas, escribe que no es ésa la perfecta alegría. Yendo un poco más adelante, Francisco volvió a llamarle fuerte:
     
         ¡Oh hermano León, ovejuela de Dios!: aunque el hermano menor hablara la lengua de los ángeles, y conociera el curso de las estrellas y las virtudes de las hierbas, y le fueran descubiertos todos los tesoros de la tierra, y conociera todas las propiedades de las aves y de los peces y de todos los animales, y de los hombres, y de los árboles, y de las piedras, y de las raíces, y de las aguas, escribe que no está en eso la perfecta alegría.

          Y, caminando todavía otro poco, San Francisco gritó fuerte: ¡Oh hermano León!: aunque el hermano menor supiera predicar tan bien que llegase a convertir a todos los infieles a la fe de Jesucristo, escribe que ésa no es la perfecta alegría. Así fue continuando por espacio de dos millas. Por fin, el hermano León, lleno de asombro, le preguntó: Padre, te pido, de parte de Dios, que me digas en que está la perfecta alegría. Y San Francisco le respondió:
      
         Si cuando lleguemos a Santa María de los Ángeles, mojados como estamos por la lluvia y pasmados de frío, cubiertos de lodo y desfallecidos de hambre, llamamos a la puerta del lugar y llega malhumorado el portero y grita: «¿Quiénes sois vosotros?» Y nosotros le decimos: «Somos dos de vuestros hermanos». Y él dice: «¡Mentira! Sois dos bribones que vais engañando al mundo y robando las limosnas de los pobres. ¡Fuera de aquí!» Y no nos abre y nos tiene allí fuera aguantando la nieve y la lluvia, el frío y el hambre hasta la noche. Si sabemos soportar con paciencia, sin alterarnos y sin murmurar contra él, todas esas injurias, esa crueldad y ese rechazo, y si, más bien, pensamos, con humildad y caridad, que el portero nos conoce bien y que es Dios quien le hace hablar así contra nosotros, escribe, ¡oh hermano León!, que aquí hay alegría perfecta. Y si nosotros seguimos llamando, y él sale fuera furioso y nos echa, entre insultos y golpes, como a indeseables importunos, diciendo: “¡Fuera de aquí, ladronzuelos miserables; id al hospital, porque aquí no hay comida ni hospedaje para vosotros!” Si lo sobrellevamos con paciencia y alegría y en buena caridad, ¡oh hermano León!, escribe que aquí hay perfecta alegría. Y si nosotros, obligados por el hambre y el frío de la noche, volvemos todavía a llamar, gritando y suplicando entre llantos por el amor de Dios, que nos abra y nos permita entrar, y él más enfurecido dice: «¡Vaya con estos pesados indeseables! Yo les voy a dar su merecido». Y sale fuera con un palo nudoso y nos coge por el capucho, y nos tira a tierra, y nos arrastra por la nieve, y nos apalea con todos los nudos de aquel palo; si todo esto lo soportamos con paciencia y con gozo, acordándonos de los padecimientos de Cristo bendito, que nosotros hemos de sobrellevar por su amor, ¡oh hermano León!, escribe que aquí hay perfecta alegría.
        
            Y ahora escucha la conclusión, hermano León: por encima de todas las gracias y de todos los dones del Espíritu Santo que Cristo concede a sus amigos, está el de vencerse a sí mismo y de sobrellevar gustosamente, por amor de Cristo Jesús, penas, injurias, oprobios e incomodidades. Porque en todos los demás dones de Dios no podemos gloriarnos, ya que no son nuestros, sino de Dios; por eso dice el Apóstol: ¿Qué tienes que no hayas recibido de Dios? Y si lo has recibido de Él, ¿por qué te glorías como si lo tuvieras de ti mismo?  Pero en la cruz de la tribulación y de la aflicción podemos gloriarnos, ya que esto es nuestro; por lo cual dice también el Apóstol: No me quiero gloriar sino en la cruz de Cristo.
         
            El primero de los frutos de la espiritualidad franciscana es la alegría. La alegría se nos presenta en la vida de San Francisco bajo un doble aspecto: como medio y como expansión de la vida interior; es sucesivamente causa y efecto. San Francisco veía en la tristeza -verdadera anemia espiritual- la prueba de la tibieza y flojedad de un alma; la llamaba "mal de Babilonia", mal de reprobados, mal que el demonio insinúa con habilidad y astucia en las almas. El siervo de Dios, decía el Santo, debe poner todo su empeño en conservar su alegría y en recurrir a la oración para recobrarla una vez perdida (2 Cel 125 y 128). Pero no toda alegría era de buena ley para el Seráfico Padre. La que procede de la vanagloria (2 Cel 130), la que se prodiga en palabras ociosas y provoca la risa, no le parecía menos odiosa que la misma tristeza (Adm 21). Esta respuesta a alguno parecerá simple e ingenua, pero tiene una gran profundidad teológica.
          
            La alegría preconizada por San Francisco es un fervor de espíritu, una prontitud y una disposición de cuerpo y alma para hacer con gusto y contento todo el bien que esté a nuestro alcance. Esta alegría es el más seguro remedio contra las mil astucias del enemigo, y provoca a practicar el bien a cuantos de ella son testigos, mientras que el bien hecho sin este buen humor no puede menos de entorpecer y retardar el impulso de cuantos nos rodean, sembrando la duda en sus corazones (2 Cel 125). No conviene, por tanto, al siervo de Dios estar triste, y por eso el Patriarca de los Menores escribió en su primera Regla este aviso: «Guárdense los hermanos de manifestarse externamente tristes e hipócritas sombríos; manifiéstense, por el contrario, gozosos en el Señor, y alegres y convenientemente amables» (1 R 7; 2 Cel 128). De suerte que la alegría de San Francisco es primeramente sistemática y voluntaria, y asegura luego la victoria del espíritu sobre la carne. Esta es la perfecta alegría enseñada a Fray León y el primer fruto de la espiritualidad, cuyo fundamento es la abnegación total por medio de la pobreza. En la medida en que el corazón rebosa amor, rebosa alegría, porque la suprema alegría está en el Señor.
         
            La pobreza no la abrazaba por sí misma no por sí misma, sino por Jesús y a imitación de Jesús. Este renunciamiento le abrigaba a que su único objetivo fuera Dios. Por esta la alegría suprema era Dios. Los nombres normal y legítimamente buscan la felicidad en las criaturas. Para los místicos la suprema felicidad está en la unión mística del alma con Dios. Lo eterno es preferido sobre lo efímero y contingente. El sentido de la vida está en el Absoluto.  Dios para el místico no es sólo su principio sino su fin. En este camino siempre está, alegre, en la medida que identifica con Cristo y Cristo con él. Es verdad que hay muchas alegrías legítimas en la vida, pero para el místico el absoluto es Dios.
         
             La pobreza rompe todas las ataduras humanas y le libra de muchas esclavitudes y egoísmos. La pobreza, incluso la espiritual, hace al místico mas   libre, ya que le hace trascender lo humano, para abrazarse sólo a Dios. Por esto lo que a los mortales les puede dar una gota de felicidad, el místico pasa de todo y sólo le sobra Dios. San Francisco, libre de todos estos obstáculos, se entrega de lleno a Dios. Nada hay en el universo mundo, desde los ángeles del empíreo hasta la hierbecilla de los campos, que no sea para él objeto de amor y admiración: los colores y perfumes de las flores, los esplendores de la luz y del día, la serenidad de las noches estrelladas, las caricias de los vientos, el murmullo de las fuentes y el vibrar de las llamas, la sombra de las florestas, la majestad de las montañas, la opulencia de trigales y viñedos, lo arroban de Dios en cuento que son reflejo de ese amor tan profundo que embarga su alma en un éxtasis. Exactamente igual le sucede a San Juan de la Cruz.

El optimismo
El optimismo y la alegría son casi iguales. El optimismo es una actitud permanente ante la vida. Francisco se deleita en las magnificencias y en los encantos de la naturaleza, aunque sin detenerse en ellos, tanto como el más refinado de los estetas o diletantes. Remontándose hasta la primera causa de las cosas, consideraba todos los seres como salidos del seno paternal de Dios, y esta comunidad de origen establecía a sus ojos una verdadera fraternidad y engendraba en su corazón tal ternura que le obligaba a amar y venerar la vida por doquier Veía el mundo con una nueva luz, aún sin sonreir. . En este estado, gustaba la alegría del alma que ha conquistado el dominio sobre todas las potencias, la paz interior, la libertad de su vuelo hacia el Dios "todo deseable", a quien, desasido ya de todo, podía dirigir estas dulcísimas palabras: “Padre nuestro que estás en los cielos”.
             A partir de este momento, nada ni nadie podrá turbar su optimismo, basado en un profundo conocimiento de la paternidad divina, en una confianza y abandono verdaderamente filiales y en un tierno reconocimiento. Sus acciones, encantadoramente espontáneas, sus graciosas ingenuidades, sus originales exuberancias, que traen la sonrisa a nuestros labios y nos tientan a considerarlas como excesos o niñerías, por ejemplo, las pruebas impuestas a Fray Maseo (Florecillas 11-13), sus sermones a las avecillas, su compasión por los corderillos que son llevados al matadero, su veneración para todo cuanto refleja beldad y hermosura, y el nombre de "hermano" dado a todas las criaturas -y hasta a la misma muerte-, son, ora la manifestación de la embriaguez divina que se desbordaba en su corazón, ora un medio de reaccionar contra la depravada naturaleza, ora la expresión conmovedora del sentimiento de fraternidad universal, que en el momento mismo de ser hostigado de tentaciones, colmado de enfermedades y casi ciego, pone en sus labios el admirable Cántico del Hermano Sol. Es un optimismo casi cósmico, como sentía Teilard de Chardin.
 
          Más bien que sonreír de sus cándidas efusiones y de sus pueriles y superfluos cuidados, digamos con su biógrafo Tomás de Celano: “Y ahora, ¡oh buen Jesús!, a una con los ángeles, te proclama admirable quien, viviendo en la tierra, te predicaba amable a todas las criaturas» (1 Cel 81).

La paz como un sueño.
»El Señor me reveló que dijésemos el saludo: “El Señor te dé la paz”.(Testamento). Consejos de san Francisco de Asís a sus frailes: “Que la paz que anunciáis de palabra, la tengáis, y en mayor medida, en vuestros corazones. Que ninguno se vea provocado por vosotros a ira o escándalo, sino que por vuestra mansedumbre todos sean inducidos a la paz, a la benignidad y a la concordia. Pues para esto hemos sido llamados: para curar a los heridos, para vendar a los quebrados y para corregir a los equivocados.”
Taumaturgo
San francisco  cura a un leproso: Cuando se lo hicieron saber, fue San Francisco a ver al leproso. Acercándose a él, le saludó diciendo: –Dios te dé la paz, hermano mío carísimo.–Y ¿qué paz puedo yo esperar de Dios -respondió el leproso enfurecido-, si Él me ha quitado la paz y todo bien y me ha vuelto podrido y hediondo?–Ten paciencia, hijo -le dijo San Francisco-; las enfermedades del cuerpo nos las da Dios en este mundo para salud del alma; son de gran mérito cuando se sobrellevan con paciencia. –Y ¿cómo puedo yo llevar con paciencia -respondió el leproso- este mal que me atormenta noche y día sin parar? Y no es sólo mi enfermedad lo que me atormenta, sino que todavía me hacen sufrir esos hermanos que tú me diste para que me sirvieran, y que no lo hacen como deben. Entonces, San Francisco, conociendo por luz divina que el leproso estaba poseído del espíritu maligno, fue a ponerse en oración y oró devotamente por él. Terminada la oración, volvió y le dijo: –Hijo, te voy a servir yo personalmente, ya que no estás contento de los otros. –Está bien -dijo el enfermo-; pero ¿qué me podrás hacer tú más que los otros?–Haré todo lo que tú quieras -respondió San Francisco.–Quiero -dijo el leproso- que me laves todo de arriba abajo, porque despido tal hedor, que no puedo aguantarme yo mismo. San Francisco hizo en seguida calentar agua con muchas hierbas olorosas; luego desnudó al leproso y comenzó a lavarlo con sus propias manos, echándole agua un hermano. Y, por milagro divino, donde San Francisco tocaba con sus santas manos desaparecía la lepra y la carne quedaba perfectamente sana. Y según iba sanando el cuerpo, iba también curándose el alma; por lo que el leproso, al ver que empezaba a curarse, comenzó a sentir gran compunción de sus pecados y a llorar amarguísimamente; y así, a medida que se iba curando el cuerpo, limpiándose de la lepra por el lavado del agua, por dentro quedaba el alma limpia del pecado por la contrición y las lágrimas. Cuando se vio completamente sano de cuerpo y alma, manifestó humildemente su culpa y decía llorando en alta voz: –¡Ay de mí, que soy digno del infierno por las villanías e injurias que yo he hecho a los hermanos y por mis impaciencias y blasfemias contra Dios! Estuvo así quince días, llorando amargamente sus pecados y pidiendo misericordia a Dios, e hizo entera confesión con el sacerdote.
La muerte

La muerte es final de peregrinaje hacia Dios, para el Místico, o dicho de otra manera el definitivo encuentro. Dijo al médico que lo atendía: “Confortado con la gracia del Espíritu Santo, estoy tan unido con mi Señor, que estoy contento con morir como con vivir”. Entonces le dijo abiertamente el médico: “Padre, según los conocimientos de nuestra ciencia médica, tu enfermedad no tiene cura, y creo que a fines del mes de septiembre o a principios de octubre morirás”. Al oír esto  Francisco, que yacía en el lecho, extendió con toda devoción y reverencia sus manos al Señor y dijo con íntima alegría de alma y cuerpo: “Bienvenida sea mi hermana muerte. Y cual si estas palabras hubiesen tenido virtud para despertar en su alma el estro poético, añadió al Cántico del Hermano Sol esta última estrofa: “Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal”