. SALIR A LA PERIFERIA
Me
fascinó la primera vez que el Papa dijo que teníamos que salir a la periferia.
Era una palabra sugerente. Periferia era lo que está fuera del centro. Para el
diccionario de la real academia es “un espacio que rodea un núcleo cualquiera.
Quedaba claro que había que salir del núcleo hacia fuera. Rastreando el
pensamiento del papa en otro escrito antes de ser Papa (el Jesuita) decía: “Creo que una Iglesia
que se reduce a lo administrativo, a conservar su pequeño rebaño, es una Iglesia
que, a la larga, se enferma. El pastor que se encierra no es un auténtico
pastor de ovejas, sino un "peinador" de ovejas, que se pasa
haciéndole rulitos, en lugar de ir a buscar otras”. El mismo Papa, entonces
Jorge Badoglio en el mismo libro cuenta esta escena del entonces Cardenal
Roncalli: “Siendo patriarca de Venecia, solía bajar a las 11 a la plaza de San
Marcos a cumplir con el llamado "rito de la sombra", que consiste en
ponerse a la sombra de un árbol o de un tabique de los bares y tomarse un vasito
de vino blanco y conversar unos minutos con los parroquianos”. Vivir en la
periferia, por tanto, es salir de la
sacristía, de los despachos y de las
Iglesias. Salir a la periferia donde está la pobreza y la miseria. Salir a las
calles, donde todo son navajazos y sangre. Buscar a los que no creen y darles
la mano. Abrazar a los que no piensan como nosotros. Visitar a los enfermos que sufren y lloran, y
limpiarle sus lágrimas. Visitar a los viejos solitarios, que nadie los quiere.
Ir por el mundo como Francisco de Asís deseando la paz a todos los hombres de
buena voluntad. Anunciar en todas las esquinas, que todos los hombres sin
diferencia de raza y religión somos hermanos. Es anunciar al Cristo sufriente,
que aún está con nosotros y vive entre nosotros. Salir a la periferia es
decirles que Cristo nos ha traído el "amor,
misericordia, perdón y justicia”. Es
“cargar con sus penas y alegrías y
esperanzas”. Ser tolerantes con los que viven en un mundo distinto del
nuestro. “Hay que salir a experimentar nuestra unción, su poder
y su eficacia redentora y acercarse a
“periferias
donde hay sufrimiento, hay sangre derramada, ceguera que desea ver, donde hay
cautivos de tantos malos patrones”.
Es difícil salir de nuestro mundo interior. Nos
sentimos muy a gusto en nuestro sillón, estamos muy instalados en nuestras
rutinas y en nuestro confort. Nuestro trabajo es sentir como Cristo.” El que
no sale de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo poco a poco en
intermediario, en gestor. Todos conocemos la diferencia: el intermediario y el
gestor «ya tienen su paga», y puesto que no ponen en juego la propia piel ni el
corazón, tampoco reciben un agradecimiento afectuoso que nace del corazón. De
aquí proviene precisamente la insatisfacción de algunos, que terminan tristes y
convertidos en una especie de coleccionistas de antigüedades o bien de
novedades, en vez de ser pastores con «olor a oveja», pastores en medio de su
rebaño, y pescadores de hombres”. Que bella la frase con olor a oveja, ya
que el pastor que está al frente de ellas, las acompaña y defiende y huele como
ellas.
“El Buen pastor “sale de la misa con cara de haber recibido una buena
noticia. Nuestra gente agradece el evangelio predicado con unción, agradece
cuando el evangelio que predicamos llega a su vida cotidiana, cuando baja como
el óleo de Aarón hasta los bordes de la realidad, cuando ilumina las
situaciones límites, «las periferias» donde el pueblo fiel está más expuesto a
la invasión de los que quieren saquear su fe. Nos lo agradece porque siente que
hemos rezado con las cosas de su vida cotidiana, con sus penas y alegrías, con
sus angustias y sus esperanzas. Y cuando siente que el perfume del Ungido, de
Cristo, llega a través nuestro, se anima a confiarnos todo lo que quieren que
le llegue al Señor: «Rece por mí, padre, que tengo este problema... son la señal
de que la unción llegó a la orla del manto, porque vuelve convertida en
petición. Cuando estamos en esta relación con Dios y con su Pueblo, y la gracia
pasa a través de nosotros, somos sacerdotes, mediadores entre Dios y los
hombres. Lo que quiero señalar es que siempre tenemos que reavivar la gracia e
intuir en toda petición, a veces inoportunas, a veces puramente materiales,
incluso banales - pero lo son sólo en apariencia - el deseo de nuestra gente de
ser ungidos con el óleo perfumado, porque sabe que lo tenemos. Intuir y sentir
como sintió el Señor la angustia esperanzada de la hemorroisa cuando tocó el
borde de su manto. Ese momento de Jesús, metido en medio de la gente que lo
rodeaba por todos lados, encarna toda la belleza de Aarón revestido sacerdotalmente
y con el óleo que desciende sobre sus vestidos. Es una belleza oculta que
resplandece sólo para los ojos llenos de fe de la mujer que padecía derrames de
sangre. Los mismos discípulos - futuros sacerdotes - todavía no son capaces de
ver, no comprenden: en la «periferia existencial» sólo ven la superficialidad
de la multitud que aprieta por todos lados hasta sofocarlo (cf. Lc 8,42). El
Señor en cambio siente la fuerza de la unción divina en los bordes de su
manto”.
"Así hay que salir a experimentar nuestra unción, su poder y su eficacia
redentora: en las «periferias» donde hay sufrimiento, hay sangre derramada,
ceguera que desea ver, donde hay cautivos de tantos malos patrones. No es
precisamente en autoexperiencias ni en introspecciones reiteradas que vamos a
encontrar al Señor”…
“El sacerdote que sale poco de sí, que unge poco - no digo «nada» porque
nuestra gente nos roba la unción, gracias a Dios - se pierde lo mejor de
nuestro pueblo, eso que es capaz de activar lo más hondo de su corazón presbiteral.
El que no sale de sí, en vez de mediador, se va convirtiendo poco a poco en
intermediario, en gestor. Todos conocemos la diferencia: el intermediario y el
gestor «ya tienen su paga”,
Para
terminar quiero citar unas palabras de Benedicto XVI, que me impresionaron
cuando las leí hace tiempo y tienen relación con lo dicho: “En la Iglesia la
atmósfera resulta irrespirable si los portadores del misterio olvidan que el
sacramento no es un reparto de poderes, sino una expropiación de sí mismo a
favor de Aquel en nombre del cual debo hablar y obrar. Donde a la mayor
responsabilidad corresponde la mayor autoexpropiación, allí nadie es esclavo de
los demás, allí domina el Señor, y por eso vige el principio de que “el Señor
es el espíritu, y donde está el espíritu allí está el Señor”(La Iglesia,
Paulinas, 91, 87).